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El centenario de Peñaflorida

El pasado sábado se cumplieron 200 años de la muerte del conde de Peñaflorida en su casa de Vergara. Era don Xabier de Munibe e Idiaquez un hidalgo vizcaíno de considerable fortuna e importantes posesiones en la tierra vasca. Fue un precursor. Tenía la fe de los anticipadores. Intuyó con perspicacia lo que la Ilustración europea significaba como revulsivo general de la educación y de las ciencias. Y pensó, con pragmatismo, en las innumerables consecuencias que ese avance teórico traería consigo en la agricultura, en la minería, en la naciente industria y en el uso de las energías naturales. A su gran capacidad de contactos sociales y a su talante abierto y liberal se debió el éxito sorprendente de la Sociedad Económica Bascongada de los Amigos del País, de la que fue director perpetuo, y que proliferó con rapidez hasta convertirse en un movimiento intelectual en toda regla, al que Tomás Elorrieta llamó con justeza "el movimiento intelectual de Vergara". Carlos III apadrinó la iniciativa con vivo interés. El propio Munibe, en su célebre discurso ante la junta general de 1779 definió su programa en estos puntos: "El patriotismo inspira; la economía política investiga; la industria ejecuta". Afirmaciones que a dos siglos de distancia nos parecen modernas, válidas y renovadoras.Gran parte de la actividad de este vasco señero se desarrolló en las tertulias de información cultural que se celebraban en su casa de Azcoitia. Los concurrentes no eran muchos: no llegarían a la veintena. En ellos se cumplía aquel requisito que Rochefoucauld pensaba como necesario para que de los salones parisienses de su época saliera algo más útil que la pura conversación, es decir, que hubiera un mínimo de coherencia vital y de propósito común entre los contertulios. Se hablaba y discutía de las más variadas materias en el palacio azcoitiano. Se leía un folleto de física experimental recién recibido de París. Se ponía a discusión un texto de Newton o de Gassendi. Una comunicación de un amigo lejano o ausente sugería un nuevo sistema de cultivos o de selección de semillas que ensayaba en sus heredades. Se hacía algo de música. Otro día llegaban cartas desde la América hispana venidas en el correo de La Guaira. Porque la siembra de la Sociedad Bascongada prendió también con fuerza en las provincias americanas, donde el clima de la Ilustración, llegado de Francia, había proliferado desde años antes en las principales ciudades del imperio hispano de ultramar.

Los hombres clave en la aventura intelectual de Peñaflorida fueron media docena de íntimos amigos, entre ellos Manuel de Altuna y Joaquín de Eguía, marqués de Narros. De Altuna nos dejó un impresionante retrato, tierno y conmovedor, la pluma soberana del ginebrino Juan Jacobo Rousseau, con el que compartió el guipuzcoano habitación y lecturas comunes durante muchos meses de residencia de ambos en París. La impresión que causó el ánimo y la personalidad del caballero guipuzcoano en el autor de las Confesiones fue tan considerable que declaró en un memorable párrafo que le gustaría pasar los años finales de su vida en Azcoitia, dada la versión que escuchaba con frecuencia a su compañero sobre el atractivo clima de convivencia que ofrecían los pueblos del valle de Loyola a sus habitantes. Algunas veces he pensado cuáles hubieran sido las reflexiones literarias del excursionista Rousseau si en vez de escalar los cercanos Alpes hubiera subido al Itzarraitz o al Ernio y contemplado desde la cumbre, en la hondonada, la histórica casona solar de Ignacio, el Fundador.

La historia de este gran movimiento de modernidad educativa y técnica acabó, sin embargo, de forma bastante brusca e inesperada. Peñaflorida muere en 1785 y su desaparición descabeza el empuje inicial cuando ya la Sociedad pasaba de los 500 miembros, cifra considerable para la época. Vinieron después las diversas guerras: primero, la invasión de Guipúzcoa por los convencionales, en 1793, y el intento de separación. Pocos años más tarde la invasión y ocupación de España por los ejércitos de Napoleón y la guerra de la Independencia. En 1815 las aulas de Vergara, los laboratorios y gran parte de los socios habían desaparecido. Los intentos de resurrección de la sociedad fracasaron uno tras otro; en 1830, el del marqués de Aravaca; más tarde lo proyectaron el duque de Granada y los Villafranca de Gaitán, y finalmente don Fermín Zabala. Parecía que el propósito iba a quedar en la historia del País Vasco como un proyecto anecdótico, sin consecuencias. ¿Pero fue realmente ésa la herencia verdadera del peñafloridismo?

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La gran obra de Munibe consistió en despertar en la clase dirigente del país el reflejo empresarial, como decimos en el lenguaje actual. Después de la primera y de la segunda guerras carlistas empezaron a crearse en el País Vasco industrias y empresas en la versión moderna de ese concepto. El hierro y su manufactura, las explotaciones mineras, la construcción naval, los talleres de toda índole, la fundación de la banca, las compañías navieras. La burguesía del País Vasco había encontrado dentro de su talante específico un nuevo e ingente impulso para desarrollar la riqueza productiva del país y lograr su expansión comercial. La formación de gran número de expertos y técnicos en las diversas escalas de la jerarquía laboral fue otro de los elementos decisivos del gran salto adelante. La simiente sembrada a finales del siglo XVIII por Peñaflorida y sus amigos estaba fructificando en una torrencial

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actividad y un enorme progreso económico. Las Provincias, llamadas así por antonomasia, pasaron de ser las últimas en riqueza por habitante a convertirse en la vanguardia del nivel productivo de España. Aquellas inquietudes renovadoras y progresivas que tanta hilaridad despertaron en su tiempo en el padre Isla, y tan sorprendente desdén causaron en la pluma de Menéndez Pelayo -al que refutó con acierto el prócer de la cultura euskérida don Julio de Urquijo- habían logrado lo más importante de cualquier propósito renovador: crear la conciencia extendida de una nueva función social y económica: la del empresario vasco.

¿Eran los hombres de la Sociedad Bascongada unos aldeanos críticos? ¿O quizá unos caballeritos perfumados de peluca y casaca? ¿O acaso heterodoxos que leían la Enciclopedia y se carteaban con Rousseau? Cualquiera que conozca la historia verdadera de estos hombres sabe, entre otras cosas, cuál era la fe activa de los Amigos del País; cómo se desarrollaba su devoción cristiana y sus prácticas religiosas cotidianas, que no eran ciertamente incompatibles ni con la ciencia, ni con el progreso técnico. Hoy esta vieja polémica nos parece una cosa vana y ucrónica.

Hay otra vertiente que no quiero dejar de mencionar aquí y ahora. Munibe era también un personaje que, siendo sustancialmente vasco, no dejaba de proyectar en su imaginación un programa de alcance general extendido a todo el reino. No hubiese concebido un antagonismo entre dos culturas separadas por las respectivas lenguas. El euskera lo conocía y hablaba como muchos hidalgos vizcaínos de su tiempo. El empeño de modernizar la economía y la educación era una idea central que ofrecía al monarca, a, quien consideraba, entre todos los Amigos del País, el primero.

El sábado pasado por la mañana, en el espléndido templo de Santa María de Jemein, de Marquina, se entonó un tedéum en memoria de este conde progresista, lector de la Enciclopedia, que rezaba el rosario todas las tardes en familia. Que sus manes sirvan para iluminar la mente de quienes en la Euskadi de hoy tienen la responsabilidad de lanzar de nuevo al pueblo vasco hacia la vanguardia del esfuerzo español por integrarse en la nueva edad que nos traen la ciencia y la técnica de nuestros días.

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