La visita del adiós
AFIRMA UNA tradición que los jefes de Estado africanos sólo abandonan el país con grave riesgo de encontrar ocupado su lugar al regreso. La ingeniería del golpe de Estado paga así tributo a una cierta teoría de la tangibilidad del poder, por la que aquello que no está, difícilmente puede demostrarse que exista. Así, conferencias de la Commonwealth, importantes giras internacionales o visitas de buena vecindad se han convertido en vísperas privilegiadas para el cambio de hombre fuerte en el continente africano. No parece, sin embargo, que en el caso del reciente derrocamiento de Yaafar el Numeiri, dictador-presidente de Sudán, el relevo se haya producido por la ausencia del líder, sino que la ausencia del líder se ha producido para que hubiera relevo.Ante una situación crecientemente insurgente de eso tan plástico que suele llamarse las masas, con la evidencia de que las continuas marchas y contramarchas para la imposición de la ley islámica creaban la confusión hasta entre sus últimos partidarios, con el dato de que Egipto retiraba recientemente a sus fuerzas de apoyo personal al presidente sudanés, éste, contra toda lógica antigolpista, había llevado adelante su visita a Estados Unidos. Parece imposible que el líder de Jartum, probado tentetieso capaz de rebotar de una y otra situación comprometida, no tuviera conciencia de lo que se estaba jugando.
Es cierto que sensu contrario puede pensarse que viajaba a Estados Unidos para conjurar el peligro de que lo que se veía venir, viniera. Si así fuera habría que argumentar que en un hombre tan cauto como Numeiri la espera para realizar tan trascendental gestión había sido imprudentemente demorada. Imprudencia o colchón confortablemente dispuesto para la sucesión, la actitud de El Cairo, presuroso en el reconocimiento del nuevo régimen, y sobre todo en la advertencia de que no toleraría ninguna injerencia exterior en los acontecimientos sudaneses, sugiere que al menos el presidente egipcio Hosni Mubarak sí había dado su consentimiento al plan. A mayor abundamiento, en Mubarak ha recaído la tarea de hospedar al derrocado, obra de misericordia obligada entre antiguos estadistas fraternales, y posiblemente la menos grata de persuadir a su vecino de que su suerte esta vez sí que es definitiva.
No quita ello, pese a lo tramadas que puedan estar estas situaciones, que en regímenes siempre frágiles como el sudanés el cambio de personalidades entrañe lo que también se llama un tanto ambiguamente una cierta fluidez. Eso explica la premura con que Libia ha saludado el relevo de nombres en Jartum. Si recientemente el líder libio parece cierto que ofreció a Numeiri 5.000 millones de dólares por acceder a un proyecto de fusión entre sus dos países, no hay motivo para que Gaddafi no haga intentos similares en el futuro con alguien -el general o los generales sucesores del derrocado- con quien no ha tenido todavía tiempo material de enemistarse.
Sobre el papel, por tanto, un cambio de personas pero no de alineamientos. Un general reemplaza a quien se alzó en 1969 sobre una agrupación similar de conjurados, entonces en clave nasserista; el nuevo régimen se proclama tácitamente prooccidental y en las mejores relaciones con su protector egipcio; sus adversarios, en cambio, tienden la mano con esperanza. Todos son conscientes de que Sudán ha sido casi milagrosamente alineado en la llamada zona moderada del mundo árabe -salvo la breve etapa del nasserismo inicial- gracias a la habilidad del depuesto Numeiri. Sus sucesores son en este aspecto todavía un libro en blanco. Por eso todos se apresuran y nadie da por cierto que Sudán esté ya firmemente en uno u otro lado. El relevo de gobernantes se ha hecho con limpieza. La transición, sin embargo, comienza en este momento.
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