Realidad y símbolo en Espriu
A poco más de un mes de la muerte del poeta catalán Salvador Espriu, el autor de este artículo reflexiona sobre la relación de la sugestiva simbología en el verso de Espriu, que sobrevive y perenniza al poeta, y la dura prueba que supone, ante una amenazadora realidad, el existir en lucidez.
Han ido pasando algunos días desde la muerte de Salvador Espriu y vamos observando cómo los símbolos resultan más poderosos que su misma muerte, esa muerte que precisamente aparecía inexcusable y poderosísima en los versos del poeta. Más allá de la personalidad física y de la obra de Espriu perduran los símbolos de esta última. El símbolo más preclaro es el de ese escorzo de paisaje encumbrado y airoso que resume todos los paisajes mediterráneos, el Mediterráneo esencial.Así, por ejemplo, Quasimodo, en sus playas de Gela deshace este paisaje ideal, bien filtrando a través de la belleza la historia cruel de su tiempo -la terrible experiencia de la II Guerra Mundial- o su propia biografía, llena de huidas del Sur y de exilios interiores en las brumosas ciudades del Norte. Unos kilómetros más abajo de las costas catalanas el mismo paisaje exulta de plenitud en la mirada de un Gil Albert. Ahora, el que contempla está sometido, en principio, a la misma experiencia, pero quizá una mayor gradación de la luz intensifica el hedonismo e inclina hacia lo gozoso.
Pero la nota que da Espriu es irrepetible por su austera desnudez, por su simple y elemental gravedad. Parece como si la misma luz hubiera sido burilada por el que escribe -burilado el paisaje, burilado el sentir-, para que la experiencia del que contempla resulte más pura. Burilado también en verso, breve y conciso; burilado el ejercicio de escribir, que Espriu practicó siempre con sentido de la medida y deseoso de anegarse siempre en el no decir, que, a fin de cuentas, es el más supremo decir.
La poesía española de los últimos 50 años está ya suficientemente analizada en sus esquemas fáciles, en sus clichés, pero no en sus matices -innumerables- y en sus influencias calladas (o acalladas), a veces soterradas. La de Salvador Espriu sería una de las más significativas. La diversidad esencial de su poesía es característica que no admite confusiones. Su aventura poética, tan libre de influencia aparatosa y de saltos en el vacío -tan desnuda siempre- resulta inconfundible.
Universalidad
Catalán flexible y universal, no por ello tuvo que renunciar a su reservado modo de ser, a su voz más íntima, que no era otra que la expresada por medio de su propia lengua. Lo mismo que en Carles Riba.
Ninguno de los dos tuvo la desgracia de deslumbrarse con las vanguardias, de mirar fijamente hacia París, de amar lo novedoso por simple afán de novedad. Miraron y escrutaron con sabia lentitud la luz que les era propia. De su interioridad acrisolada nacía su universalidad. Su tierra acababa por eso resumiendo todas las tierras, y la experiencia vital -siempre en los límites del conocimiento en Espriu, aquilatada y órfica en las Elegies, de Riba- es, a la larga, la experiencia de cualquier humano, de todos los humanos. De esta manera, el arte resulta una experiencia universalizada, nunca excluidora, sino síntesis de verdades que el paso del tiempo, y no los hombres, impone.
La creación poética no era para Espriu sino un apéndice más de la dura prueba que suponía existir en lucidez. No en vano nos dejó dicho que la poesía era algo que no se agotaba ni se entregaba con los versos. La poesía llegaba a ser un fenómeno supraliterario porque detrás de él -detrás de la palabra que se escribe- hay otras experiencias: la del silencio, la del seguir viviendo con dignidad, la del bien morir.
A veces las obras de los autores auténticos tienen un reverso fuerte y sorprendente. El reverso del plácido paisaje de los antepasados, que se precipita sobre el mar inestable, el reverso de ese símbolo asumido -nunca mitificado que supone la tierra natal puede ser un libro como La pell brau. En él la cruda realidad también se ve metamorfoseada por la palabra inspirada, por una palabra que no testimonia con gratuidad, ni se irrita, ni desprecia, sino que simplemente revela su dignidad herida.
Hechos y sueños
En éste, libro delicado y terrible -probablemente el mejor de Espriu-, el espacio a contemplar se ha ampliado, un espacio en el que las bocas de los que la habitan tienen siempre un regust de sang. Una vez más los símbolos llegan más lejos que la propia vida y que la historia.
Sepharad vive en la merescuda llibertat y el ciprés de Sinera sigue siendo mudo e impávido testigo de Vincendi del mar. Hechos y sueños continuarán sucediéndose. Parece como si milagrosamente, por unos momentos, realidad y símbolo también se hubieran fundido. A veces -pocas, pero afortunadas veces- la realidad se confunde con el arte.
Acaso ello sea posible gracias a obras y a actitudes éticas como las de Espriu y -como él quería- a que todavía no se han roto entre los hombres de buena voluntad els ponts del diàleg.
es poeta y premio nacional de Literatura.
Babelia
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