La batalla en torno al aborto
EN UNA una charla informal con un grupo de periodistas, el vicepresidente del Gobierno se ha expresado de manera reticente sobre el Tribunal Constitucional y ha vertido críticas contra una eventual sentencia que pudiera dar la razón, en todo o en parte, al recurso previo de inconstitucionalidad interpuesto por Alianza Popular contra el proyecto de ley de despenalización parcial del aborto. Ya tuvimos ocasión de señalar las negativas consecuencias que tienen para la transparencia de nuestra vida pública esos encuentros gastronómicos entre políticos y periodistas que no se ajustan a los requisitos de las conferencias de prensa pero que tampoco se acogen a las cláusulas de confidencialidad del off the record. Como quedó demostrado con las auditorías de infarto de Felipe González y los planes de Manuel Fraga para comerse crudos a quienes se atrevieran a discutir su liderazgo, el principal resultado de esas charlas suele ser una abundante cosecha de frases más o menos ingeniosas, indiscreciones irreflexivas y chistes malos.Alfonso Guerra ha contrapuesto a los 350 diputados (¿y por qué no a los senadores?) elegidos por sufragio universal con los 12 miembros del Tribunal Constitucional, ocho de los cuales son designados por las Cortes generales, mediante el argumento de que los magistrados no son elegidos en las urnas directamente por los ciudadanos. En el terreno de la legitimación democrática, sin embargo, no existen razones para establecer semejante barrera discriminatoria. Por lo demás, Guerra ha expresado sus recelos sobre el contenido de la inminente sentencia del Tribunal Constitucional sobre la despenalización parcial del aborto y ha descalificado de antemano cualquier veredicto que no convalidara plenamente el proyecto de ley. Aunque la intromisión del vicepresidente del Gobierno parezca una respuesta a la presión de los medios conservadores para impedir una sentencia favorable a la mayoría parlamentaria, no deja de ser tan desafortunada como ésta. Las tentativas de condicionar la voluntad del Tribunal Constitucional, sean cuales sean sus orígenes y su sentido, muestran una falta de respeto hacia el sistema democrático y revelan una incapacidad para comprender el papel que le corresponde a la jurisdicción constitucional.
Al alto tribunal se le pide que determine si una ley desborda o no el marco de nuestra norma fundamental, tal y como fue promulgada en 1978. La Constitución podría haber equiparado al embrión o al feto con la persona humana o haber reservado, en cambio, esa condición a los seres ya nacidos, recogiendo la tradicional definición del Código Civil. Sin embargo, no hizo ni una cosa ni otra; y la ambigüedad del artículo 15 -fruto de un pacto- dejó abierta la interpretación. Cada cual es libre de pronunciarse a favor o en contra de la interrupción voluntaria del embarazo en función de los argumentos morales o científicos que estime más convincentes. Pero nuestro ordenamiento confía sólo al Tribunal Constitucional la interpretación jurídica de la norma fundamental y la decisión sobre la eventual inadecuación de las leyes a sus mandatos.
Si el Tribunal Constitucional interpretara que el artículo 15 de la Constitución prohibe cualquier forma de aborto, resultaría que los socialistas se pasaron de listos al jugar con la ambigüedad de su texto. Si los magistrados resolvieran que el proyecto de ley debe ser completado con mecanismos que garanticen la seguridad jurídica, tal decisión tendría que ser interpretada a la luz de las discusiones técnico-jurídicas, aunque es de advertir lo irritante que sería que el Tribunal Constitucional evitara pronunciarse sobre lo sustantivo del problema (el derecho al aborto) aduciendo cuestiones de otro género.
Y es sobre el fondo de la cuestión, al margen de la inoportunidad de las palabras de Guerra, sobre el que conviene decir alguna cosa más. El tribunal ha venido retrasando durante año y medio su pronunciamiento sobre esta ley, prometida en la campaña socialista y votada por los españoles. No se le pide un juicio moral sobre el aborto, sino una decisión respecto a si es o no constitucional que exista en nuestro ordenamiento jurídico. Tampoco se le pide una opción política, porque está claro que los españoles han votado a favor del derecho al aborto cuando lo hicieron por los socialistas y que la representación soberana de los ciudadanos así lo ha hecho valer. Un repaso de la actitud de la oposición parlamentaria y de la derecha reaccionaria de este país en los últimos tiempos muestra a las claras su decisión no oculta de impedir la realización del cambio votado en las urnas mediante el sutil traslado al Tribunal Constitucional de decisiones políticas que no le competen, tratando de convertirlo en una especie de tercera Cámara.
Hay demasiados signos que indican que nos encontramos ante una voluntad política decidida de provocar un conflicto institucional de primer orden, situando al Tribunal Constitucional en primera línea de fuego. Porque, independientemente de cualquier otra consideración, si este pueblo ha votado no hace ni tres años tan abrumadoramente la opción del cambio (en la educación, en la sanidad, en la justicia, en el comportamiento social) el cambio no puede ser bloqueado mediante argucias legales, impedimentos burocráticos o trucos de abogado. La seguridad jurídica y el Estado de Derecho es todo lo contrario a eso. Y si tenemos una Constitución en la que no cabe el derecho al aborto aunque lo voten los españoles, la reforma de la escuela aunque la voten los españoles, la elección de los jueces aunque lo voten los españoles, y cabe sin embargo la ley Antiterrorista, habrá que convenir que algo falla en ella. Quizá esto es lo que ha querido decir, con poca fortuna, Guerra. Que la Constitución, y las decisiones que a su amparo se hacen, no puede servir para bloquear la voluntad de la gran mayoría de los ciudadanos representada en Cortes. Es un juicio del que ningún buen demócrata puede discrepar. Pero su condición de vicepresidente de Gobierno le obligaba a mayor prudencia. Y así lo demuestra su intervención parlamentaria de ayer, que puede servir para situar correctamente la defensa de una ley, presentada por un Gobierno del que Alfonso Guerra es su vicepresidente.
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