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Tribuna:
Tribuna
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En forma de mujer

Se nos apareció una noche de aquel verano, primero que pasábamos privados de nuestra maravillosa y sórdida juventud. Era una noche, más de un verano infinito, como los veranos de entonces, especialmente inquietantes, ya que para todos nosotros, salvo Luis Fernandito, llevábamos unos meses disfrutando de nuestros primeros sueldos. Manolo, que 10 años más tarde se casó un poco, nos confesaría durante la cena de despedida de casado que tan presente tenía su imagen, desde aquella noche en que se nos apareció, que cada vez que cumplía, lloraba.-Ahora me explico -comentaría Bernardo- que tu mujer se te haya largado. Pero te comprendo, Manolo.

-Yo -confirmaría Rufo-, si me viene la imagen de Apoteosis en pleno acto, no es que rompa a llorar, es que me desmayo.

Estábamos en la terraza de Rosales, desvencijados en los sillones de mimbre, dejándonos llevar por la noche, apacible y borrosa, como eran las noches de verano de aquellos tiempos en que cornenzábamos a pasar del cohá a la ginebra por la mediación del gin-fizz. Debía de ser tarde, porque las chicas se habían ido a sus casas hacía un buen rato. Aunque apenas sonaba, se oía la ciudad con la nitidez que en aquella época tenían los ruidos nocturnos. La abulia nos deslizaba hacia la modorra y, a pesar de que avanzaba peligrosamenta la hora de entrada a la oficina, allí perdurábamos, poniendo a prueba mediante el noctambulismo nuestra reciente independencia de la familia. Ni siquiera percibimos que Rufo se había alejado hacía el grupo escultórico de la Infanta, y quizá ni siquiera esperábamos ya, como entonces esperábamos de todas, que la noche resultara excepcional. Y, de repente, apareció, escoltada por Rufo.

De las infinitas frases, con las que en el transcurso de los años venideros tratábamos de explicarnos aquel prodigio, recuerdo que alguien dijo (quizá yo mismo):

-Lo espeluznante no es que sea bellísima, sino que tiene una belleza inicua.

Se sentó, al tiempo que nosotros nos levantábamos de los sillones. Nos volvimos a sentar. Con voz asfixiada, Rufo masculló:

-Se llama Beatriz.

De nuevo en pie, fuimos uno tras otro estrechándole la mano, con ese recelo ectoplasmático que suscita el contacto con un ser de evidente origen estelar. Anonadados, mientras le rendíamos una babeante pleitesía, comprendimos que nuestras vidas habían cambiado para siempre.

-Pero, ¿cómo la has encontrado? -le preguntamos a Rufo aquel amanecer.

-Y yo qué sé... Surgió de las sombras. Yo me estaba abrochando, sentí moverse el parterre que hay detrás de la Infanta y la vi allí. Me acordé de cuando en el colegio rezaba para que no se me apareciesen ni la Virgen, ni los santos. Porque me conozco. Y, en efecto, yo no tengo preparación para relacionarme con el otro mundo.

-¿Qué hizo, imbécil? ¿Qué hiciste tú, que, encima, majadero, te dejaste sorprender a medio abrochar la portañuela?

-Nada. Nos pusimos a andar juntos. Dijo que se llamaba Beatriz. Yo pensaba en el susto que os íbais a pegar. ¿Véis cómo no era una manía tonta -añadió Rufo, con una sonrisa y una incongruencia de enajenado- ir a hacer menores a lo de la Infanta?

Quince años más tarde Rufo decidiría jubilarse prematuramente, buscando en la falta de responsabilidad la irresponsabilidad de la juventud perdida, una disponibilidad completa para intentar el olvido. Fue el más congruente, pero el anacoreta de él pronto se sintió tan frustrado como antes, tan confuso como nosotros.

-Puede que sea un espía ruso, disfrazado de mujer divina -especuló ya Bernardo durante aquella semana madrugada.

-No tiene acento ruso -replicó Manolo.

Pero, ¿oímos su voz aquella primera noche? Apoteosis (como pronto habría de bautizarla Rufo) era poco locuaz, normalmente hierática y justificadamente altanera. El verano se nos fue en un soplo. Luis Fernandito se había enclaustrado a preparar las oposiciones. En la terraza de Rosales, siempre en colectividad desconfiada, velábamos junto a Beatriz, la acompañábamos hasta su casa, callejeábamos enredados en especulaciones de madrugada. Permanentemente inmutable, Apoteosis, sin embargo, nos espoleaba el morbo imaginativo. La supusimos el Ángel caído, una apariencia nigromántica, una infiltrada de la masonería, la Muerte, la nieta de Marlene o la hermana gemela de Marilyn, una alucinación transitoria.

A comienzos del otoño las chicas dejaron de ponerse al teléfono, cuando, esporádicamente y desesperados, recurríamos a ellas. A cambio, Apoteosis nos cogió un cariño estable y raro, una especie de costumbre. Poco a poco, fuimos dejando de contemplarla en silencio y volvimos a las conversaciones enmarañadas y a las disparatadas discusiones. A veces, sin querer saber por qué, nos encolerizábamos; a veces, a mitad de una argumentación brillante, el orador miraba a Apoteosis y enmudecía. Ella, en los momentos críticos, restablecía la paz exterior con un breve vuelo de sus manos.

-Nos hizo muy felices -mentiría Manolo 12 años después-, cuando acabó con su segundo tratamiento, a causa de haber retornado desde el whisky al coñá.

A finales de aquel otoño se produjeron las temidas iniciativas de apartamiento de la presa. No recuerdo, después de tantos años y de tantos fingimientos, quién fue el primero que intentó el usufructo exclusivo de Apoteosis. De mis tardes con ella sólo puedo confesar que alcancé unas cotas de ineptitud vergonzosas. Pronto estuvo claro que Manolo, Rufo y Bernardo habían igualado, mis fracasos. Y es que, después de haber logrado separar a Beatriz del común, uno se encontraba a solas frente a la inaccesibilidad; aun peor, frente al riesgo de que, por puro milagro, Apoteosis, en la butaca del cine o en la pista de baile, se le humanizase a uno.

El grupo no se desintegró, pero dejamos de vernos si ella no estaba presente. Apoteosis había herido de muerte nuestra amistad. Nosotros mismos, cegados por la competitividad propia de nuestro sexo, habíamos cometido el error de afrontar en solitario una intimidación que colectivamente apenas sobrellevábamos. De tal manera caímos en los juegos de la emulación que, en un par de años, parecíamos una bola de gusanos cubriendo el fruto que nos alimentaba y nos adormecía.

-Nos hizo muy desgraciados -mentiría Manolo 15 años más tarde-, cuando un cuarto tratamiento le dejó abstemio y con un pie en el hoyo.

Pero mucho antes, el día más trágico que recuerdo haber vivido, Bernardo, nada más firmar como testigos, tuvo un arrebato de síntesis en la propia sacristía y, mientras Apoteosis se perdía como una nube de espuma por la nave del templo, nos lo explicó:

-El Destino nos ha enviado, bajo la apariencia de mujer, a este ser imposible, porque somos unos tipos de naturaleza más proclive a la comodidad resignada que a las posibilidades vulgares.

-¿O sea -preguntó Rufo- que, si yo me enterado bien, tú sostienes que Apoteosis para nosotros es una dádiva del Destino?

-Exacto -confirmó Bernardo.

-Pues el que sostenga, precisamente hoy, que esa zorra es una dádiva, a mí particularmente me parece un cornudo.

El matrimonio de Beatriz recompuso nuestra amistad, nos devolvió, con seis años de retraso, a la vida. Gracias a que, unos seis años después de que Rufo sacase a Apoteosis de las tinieblas del Parque del Oeste, Luis Fernandito aprobase el último ejercicio, pudimos creernos que volvíamos a ser los de antes. Lo aborrecimos no tanto por haberse casado con ella, sino porque, nada más verse aprobado, telefoneó a su mamá, le pidió la venía y desde la cabina se trasladó a casa de Apoteosis, donde solicitó y obtuvo la mano.

-Hay que reconocer que el sarnoso de él ejecutó la operación con premeditación y sin titubeos. Y ahora, ¿aceptamos o no aceptamos la invitación a cenar en su casa? Yo -concluyó Manolo- soy partidario de aceptar, no vaya a creerse ese tirillas que estamos dolidos.

Fuimos a cenar. Durante los próximos años no dejamos de ir a cenar cada vez que nos invitaban. Si manteníamos duran te una temporada las ilusiones, acompaña dos. Nuestras acompañantes indefectible mente odiaban a Apoteosis y, a los pocos meses, prescindíamos de ilusiones vanas y volvíamos solteros a las cenas. Con los años aquel comedor recordaba a la terraza de Rosales, a aquellos silencios embelesa dos, al recogimiento con el que adorába mos la belleza invariable.

Su inmutabilidad nos enmascaraba el paso del flempo. Notábamos tarde la ascensión de Luis Fernandito, su locuacidad pontificadora, la suntuosidad de los nuevos comedores en las sucesivas casas. Y mientras, Manolo se casaba, el ajenjo le sacaba de la abstención, Rufo se jubilaba, a mí me daba por la música, envejecíamos. No obstante, allí estábamos, escuchando a Luis Fernandito sus disertaciones (cuando se dedicó a los Círculos de Estudios):

- A quien sea español le basta con esperar a que le suceda lo que esté sucediendo en Francia.

- Pues, oye, es una ventaja ser español -se admiraba Bernardo, que había elegido la vía de la adulación al marido.

- A la oposición le faltó rigor y le sobró desgana democrática. Nosotros traemos, ante todo, entusiasmo -nos arengaba Luis Fernandito en la sobremesa, cuando ya tenía escolta y Apoteosis en las recepciones oriciales era tomada por su hija.

Entonces ocurrió que al cuñado de Rufo le comunicaron la fecha del embargo de su taller de zapatillas por impago del correspondiente crédito hipotecario. Riguroso y entusiasta, Rufo pidió audiencia a Luis Fernandito.

-¿Te lo ha arreglado? -preguntó Manolo, cuando Rufo volvió a la cafetería donde le esperábamos.

-No -pero parecía contento- Me ha explicado que es preferible que sea un amigo, y no un enemigo, el que no te haga un favor. Porque el poder no tiene amigos, sino que mira sólo por los intereses generales.

-Me esperaba que lo dijese -dijo Bernardo-. Y tú, ¿qué le has contestado?

-Pues, mira, majo, mientras tú te dedicas a los interses generales, yo me he dedicado a tu, mujer, porque descubrí que ahí es por donde a ti te ha timado el Destino. Y a la segunda cita la Apoteosis resultó que, además de tener apariencias de mujer, es una mujer. Eso le contesté y os juro que se quedó blanco como la nieve.

-Bien urdido.

-Se merecía el navajazo, aunque fuese de farol.

-No es un farol -murmuró Rufo- Él era el último que Beatriz y yo hubiésemos querido que lo supiese. Pero, carajo, es que estaba yo muy desesperado con lo del embargo de mi cuñado, tenéis que comprenderlo...

Pero, para entonces, la vida nos había dejado tan pálidos que a ninguno de los tres se nos notó que habíamos empalidecido.

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