Salas para una ampliación
En la plaza de las Cortes y esquina al paseo del Prado se encontraba el caserón barroco que en 1771 el duque de Villahermosa adquirió para construir su residencia. El proyecto que redactó Silvestre Pérez desgraciadamente no llegó a construirse y fueron López Aguado y Martín Rodríguez los arquitectos que muy a principios del siglo pasado realizaron la obra. Ciento sesenta años más tarde el palacio, abandonado, fue demolido y su interior adaptado a las necesidades de la Banca López Quesada, su nuevo propietario, según proyecto de Moreno Barberá. De la demolición sólo quedaron en pie las fábricas de la fachada. Lo que de su arquitectura interior permanecía fue derribado para construir tras aquélla tres sótanos, tres plantas y, un ático. El edificio, se nos dijo, se conservó. Y aún más, el Ayuntamiento premió la labor del arquitecto otorgándole en 1979 el premio, ahí es nada, Juan de Villanueva. Recientemente, el Ministerio de Cultura lo ha adquirido para alojar en él parte de la necesaria ampliación del Museo del Prado.Hasta aquí los datos de la historia, historia que utilizaremos para hacer unas breves consideraciones acerca de lo que habitualmente se entiende por preservar nuestra arquitectura histórica, nuestro patrimonio arquitectónico.
Así como ya parece ser aceptado por casi todo el mundo que la fachada de una pieza de arquitectura del pasado pertenece a nuestro patrimonio, no ocurre lo mismo con su espacio interior, con su estructura espacial. Esta segregación entre interior y exterior conduce a una de las más graves distorsiones a las que puede someterse a la arquitectura de un edificio; la ruptura de la unicidad en su lectura. Y es que la obra de arquitectura no es despiezable en los elementos que la componen; sus partes están relacionadas y trabadas entre sí según un armazón que responde a una estricta lógica interna y que es el que le da su sentido, su contenido. Ignorar esto es ignorar la esencia de la creación arquitectónica.
Ahora bien, ello no significa que la arquitectura no pueda ser transformada, adaptada a las nuevas necesidades si aquellas para las que fue concebida se hubieran modificado por el paso del tiempo. Pero esta transformación no puede, no debe, realizarse por simple sustitución de aquellas partes que resultarán obsoletas sin más consideración que una simple interpretación de la funcionalidad; no puede ignorar la carga histórica que un edificio de estas características posee, no puede, en definitiva, hacer desaparecer de súbito todo el conjunto de datos, huellas, señales que conforman la memoria histórica del edificio.
Lo que fue palacio de Villahermosa es un triste ejemplo de lo expuesto; el edificio, despojado de su historia, desaparecido todo vestigio de su antiguo interior, hoy sólo tiene imagen exterior. Y ello, pensamos, no es suficiente.
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