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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Pinochet y las reformas en Chile

LA IDEA de que sea el propio Pinochet el que presida una transición hacia una democracia en Chile no parece demasiado verosímil. Hay, sin embargo, tres grupos que están obrando en ese sentido. El primero tiene su centro motor en la propia acción política norteamericana. La reciente visita de dos días del enviado especial de Reagan, Langhorne Motley, ha servido para presionar a la oposición de centro-derecha para que acepte un plan de reforma blando de las instituciones y, a cambio del apoyo de Washington, se aísle de la izquierda, al tiempo que alentaba más que presionaba al propio régimen pinochetista para que emprenda esas reformas de manera que se pueda llegar en un cambio en cámara lenta hasta la fecha constitucional de 1989. El propio Motley ha exhibido en declaraciones realizadas durante su visita una comprensión sin límites para los gobernantes de Santiago y su entrevista con los representantes de la oposición moderada se ha parecido enormemente a aquellas protocolarias tomas de contacto con la oposición al franquismo durante la última fase de la dictadura española. El segundo grupo es el de esta misma oposición moderada, formada principalmente por quienes se cerraron política y económicamente contra el régimen de Allende sin calcularlas fuerzas aciagas que iban a desencadenar apoyando el golpe de Estado de 1973. A esta fuerza se suman algunos posibilistas de mejores credenciales democráticas que los anteriores, pero de desfalleciente confianza en el futuro. El tercero es el propio régimen, que trata de perpetuarse como clase y como fuerza capaz de evitar todo tipo de represalias, incluyendo la conservación de los privilegios materiales de los que ahora gobiernan.La negación a este tránsito moderado e ideal, que ha tratado hasta ahora de aplicarse como fórmula única a otros muchos países del mundo -y no sólo dentro de América- sin resultados prácticos, hay que verla en un sector popular que parece muy amplio -por las manifestaciones, los mítines, los desafíos a los disparos, a las detenciones y a la nueva ola de torturas- y, paradójicamente, en el propio Pinochet. Nada más lejos de su ánimo que retirarse; y, por ello, la única posibilidad de mantenerse es la de continuar ejerciendo la violencia institucional. Su intento es el de vender ese carácter de contrarrevolucionario único y sin alternativa posible a Estados Unidos, para lo que había encontrado un interlocutor muy estimulante en el embajador, de Reagan en Santiago, James Theberge. La última operación de cambio de Gobierno realizada por Pinochet parece dirigida principalmente a deshacerse de quien podía ser un sustituto capaz de protagonizar la transición sin Pinochet, el ministro del Interior, Sergio Onofre Jarpa, reemplazándole por un desconocido García Rodríguez, al mismo tiempo que a sus partidarios colocados en el Gobierno anterior, por unos jóvenes tecnócratas poco comprometidos con los primeros tiempos siniestros del régimen. Sin embargo, este lavado de cara de su Gobierno no sirve a otro propósito que al de concentrar toda la fuerza del mismo en el propio dictador, rodeado del denso anonimato de sus colaboradores.

El conjunto de peticiones que presentaba entonces el conglomerado de la oposición se basaba especialmente en la desaparición de Pinochet, al que sustituiría una asamblea constituyente y un gobierno provisional, bajo los cuales se haría una Constitución realmente democrática. Actualmente, la Alianza Democrática (el partido de derecha republicana, los socialdemócratas, la Democracia Cristiana, los radicales y una parte de los socialistas) y la Iglesia católica se ven enfrentadas con la presión de mantener a Pinochet hasta 1985) a cambio de unas reformas que estarían sostenidas financieramente por Estados Unidos. Y a cambio, también, de repudiar a los izquierdistas del Movimiento Democrático Popular y del bloque socialista que presionan en el sentido del cambio inmediato de régimen.

La solución no se vislumbra en el horizonte. Sobre todas estas presiones de los grupos distinguidos hay una que puede tener más fuerza: la del velocísimo deterioro económico y social que sufre el país. Quienes lo padecen han cifrado en el nombre de Pinochet la clave de todos los males chilenos. Es esta lucha contra una agitación creciente la que se trataba de restañar por la reforma hacia mayores libertades -un remedo del aperturismo que también vivió el franquismo- y la entrada de ayudas económicas. Pero Pinochet insiste en la exhibición y el uso continuo de la fuerza para prevenir la revolución, aceptando la reforma sólo como una posible máscara de su violencia.

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