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Reportaje:El imparable rearme norteamericano

"Arsenal de la democracia"

Reagan está llevando a su máxima expresión la alianza entre militares y la industria bélica

Francisco G. Basterra

Hace 24 años, el presidente norteamericano Dwight Eisenhower, un prestigioso general héroe de la II Guerra Mundial, sé despedía del país al abandonar su cargo con una advertencia sobre los peligros de la excesiva influencia del denominado complejo militar-industrial. Hoy, Ronald Reagan, que hizo la guerra desde Hollywood por sus problemas de miopía, ha logrado el mayor rearme de la historia estadounidense y ha aumentado hasta límites no soñados por Eisenhower el tamaño del poderoso conglomerado formado por un enorme sector militar y una gran industria de armas.

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Reagan, que entre la mantequilla y los cañones ha optado claramente por estos últimos, ha dicho para justificar el rearme que el denostado complejo militar-industrial se convierte en tiempos de peligro en "el arsenal de la democracia". La opinión pública casi no recuerda hoy la advertencia de Ike, y la política de reforzar la defensa es más popular que nunca. No se levantan las voces liberales contra la eventual influencia, querida o no, ejercida por el complejo militar industrial sobre la política norteamericana."No debemos nunca permitir que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades o el proceso democrático", decía Eisenhower. Todo hace pensar que este peligro no es real en 1985. Los militares están presentes en todos los sectores de la Administración de este país, incluidos la Casa Blanca y el Departamento de Estado, pero aunque contribuyen a la toma de decisiones en la política exterior, no controlan ésta.

Reagan ha solicitado al Congreso un presupuesto militar para el año fiscal de 1986, que comenzará el próximo 1 de octubre, de 275.500 millones de dólares, un 12,7% más que el pasado año y casi un 8% de aumento real una vez ajustada la inflación. Esto supone el 55% más que el presupuesto de defensa de 1980, y también puede leerse como un 6,8% del Producto Nacional Bruto norteamericano. El contribuyente ya le ha entregado a Reagan para defensa, desde que llegó a la Casa Blanca en 1981, un trillón de dólares.

Esta montaña de dólares, casi intraducible en pesetas, sirve fundamentalmente para que continúe adelante la investigación, desarrollo y producción de todos los complejos y sofisticados sistemas de armas, nucleares o no, que desean los militares. Nunca desde el final de la guerra de Vietnam la industria bélica ha tenido un mejor medio ambiente para operar como bajo la Administración Reagan, cuya demanda de armas de todos los tipos es desconocida en tiempos de paz en Estados Unidos. Hoy casi se puede afirmar que lo que es bueno para la General Dynamics, fabricante de los submarinos nucleares y del F-16, o para la McDonell Douglas, que produce los F-18, también lo es para Estados Unidos.

Los resultados dé esta fabulosa inyección de dólares son, sin embargo, contradictorios y convierten al complejo industrial militar en una organización tan mastodóntica como ineficaz. La Marina ha tenido que rechazar los cazas F-18 de la McDonell Douglas por las grietas que aparecían en la unión de los timones de cola con el fuselaje. Texas Instrument ha estado vendiendo al Pentágono semiconductores defectuosos que no habían sido suficientemente probados. Estos chips son el cerebro de los más sofisticados sistemas electrónicos que equipan a las fuerzas armadas.

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Dependencia económica

Lo que preocupa no es tanto que los militares y sus aliados naturales, los contratistas de armas, lleguen mediante una conspiración a controlar el proceso de decisión política, cuanto la dependencia de la economía nacional del presupuesto del Pentágono. Las necesidades de los militares determinan el reparto de recursos para toda la economía, y de hecho el Pentágono tiene más poder sobre el proceso económico que cualquier otro grupo del Gobierno. Los programas civiles han sido congelados o reducidos drásticamente porque Reagan no quiere recortar el rearme ni subir los impuestos. La magnitud del déficit presupuestario no podría, explicarse sin tener en cuenta los gastos bélicos.

El armamento es la principal industria de Estados Unidos, y el Pentágono, con cuatro millones de empleados directos, de ellos 1,1 millones civiles, el primer patrono del país. Hace relativamente pocos años, en 1939, bajo la presidencia de Franklin Delano Roosevelt, el Ejérci-to norteamericano tenía menos de 500 millones de dólares de presupuesto y 185.000 hombres en armas; no existía ninguna industria que viviera exclusivamente de los pedidos militares, EE UU no formaba parte de alianza militar alguna ni tenía tropas en ningún país extranjero. Hoy, una generación después, el Pentágono es una de las más importantes instituciones del país.

Los norteamericanos se preguntan cuánto es suficiente al enfrentarse al mastodóntico presupuesto militar. Hasta hace sólo unos años era aceptada la teoría de que "nada es mucho para nuestros soldados", y los presupuestos del Pentágono se aprobaban en unas horas en el Congreso. Los parlamentarios asumían que los temas de defensa eran muy técnicos e incomprensibles para ellos, y no tenían un nivel suficiente de conocimientos para enfrentarse a la propaganda de los militares. Pero las cosas han cambiado, y el legislativo está dispuesto a ejercer un control más estricto del gasto militar. Los congresistas y los militares tienen muchas veces los mismos intereses y electorado. No hay un solo Estado de la Unión donde no haya cuarteles, bases o instalaciones militares de algún tipo.

Existe entre los ciudadanos estadounidenses la creciente sospecha, fundada en bastantes ocasiones, de que el sistema de introducir cada vez más dinero en el saco del Pentágono conduce a una industria militar ineficaz, que produce. cada vez más caro y peor. Es el reino del despilfarro. Se suceden las historias reales que hablan de tapas de water para aviones antisubmarinos que cuestan al contribuyente 600 dólares (unas 105.000 pesetas); cafeteras de 7.600 dólares, diseñadas para operar a 40.000 metros de altitud y temperaturas de 200º bajo cero, condiciones en las que moriría cualquier tripulación; martillos de 436 dólares la unidad, y neveras para mantener los bocadillos y las coca-colas de los pilotos de un pequeño avión al precio de 16.571 dólares.

La práctica del complejo militar industrial, "una organización o un conjunto de organizaciones y no una conspiración", como lo definió John Kenneth Galbraith, uno de sus principales críticos, ha resultado nefasta. La presión para gastar más se deriva, en parte, de la propia industria, que vende nuevas ideas de armas cada vez más avanzadas, y en no menor medida de los propios ejércitos, cada uno de los cuales forcejea para adquirir su avión, su helicóptero o su submarino estratégico.

La gran burocracia militar existe en gran parte debido a que está continuamente presionando para que se adquieran nuevos tipos de armas.

Menos del 6% de los contratos militares se adjudican mediante concurso y subasta públicos, y se utiliza casi siempre la negociación directa, lo que concede una enorme fuerza a las escasas empresas que se dedican a la producción bélica. El Pentágono exige gran celeridad en las entregas de armas, y a veces éstas se producen sin las necesarias pruebas o controles de calidad. Los costes se disparan siempre: el caza F-18, presupuestado por 19,3 millones de dólares por avión en 1975, ha costado 29 millones, mientras que el vehículo acorazado Bradley, que iba a costar 686.000 dólares, ha salido por 1,5 millones.

Ocurre a menudo que los contratistas presentan precios baratos para asegurar el contrato y que el Pentágono pueda venderlo bien en el Congreso, y luego se disparan los costes reales. Otra causa de este despilfarro es la tendencia de los militares a exigir continuos cambios en los diseños y especificaciones mientras se producen las armas.

El problema es un sistema federal que recompensa los altos costes, afirma Chuk Grassley, el senador republicano por Iowa.'Ta burocracia se promociona si logra sacar más dinero del Congreso".

Un gigante en entredicho

El caso de la General Dynamics, el principal fabricante de armamento de Estados Unidos, con una cifra de negocio con el Pentágono de 7.000 millones de dólares anuales, demuestra lo peligroso de una industria tan repleta de dinero.

La General Dynamics, que fabrica, entre otros juguetes bélicos, el submarino nuclear Trident, es el ejemplo de todos los males que aquejan al sistema de compras militares. La empresa está siendo investigada por tres comités parlamentarios y por un gran jurado a causa de unos sobrecostes superiores a 1.000 millones de dólares incurridos en la producción de los submarinos nucleares, al parecer por mala gestión. General Dynamics asegura que la causa es la exigencia del Pentágono de variar los diseños de los barcos en la fase de producción.

La investigación también se dirige a probar acusaciones de fraude, relaciones ilegales con figuras políticas y sobornos de militares en Washington para facilitar los contratos.

La General Dynamics ha pretendido además que el Gobierno federal cargue con una cuenta de 20 millones de dólares de viajes aéreos de sus ejecutivos como parte del coste de los contratos. El 90% de los vuelos lo realizó el presidente de la compañía, David Lewis para trasladarse los fines de semana desde Saint Louis a una granja que posee en Georgia.

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