La rosa de Alejandría
Los resultados de las elecciones presidenciales celebradas en Uruguay el pasado noviembre, con el paradójico triunfo de aquellos partidos que alentaron la dictadura que ahora dicen querer extirpar, sólo pueden interpretarse en el marco de una serie de factores enraizados en la naturaleza de este país: el carácter gerontocrático de la sociedad uruguaya, que vive anclada en la tradición y en unas costumbres aldeanas y provinciales.
"Eres como la rosa de Alejandría, colorada de noche, blanca de día".Las elecciones en Uruguay fueron ilustrativas de un conjunto de aspectos que están enraizados en la naturaleza del país. Me refiero a perfiles demasiado propios -demasiado atípicos- como para poder entender bien e interpretar los resultados comiciales del pasado noviembre.
Los que contrapusieron, puntualmente, exilio a dictadura pueden estar muy sorprendidos con el triunfo del Partido Colorado. Tanto como los que apostaban por el carisma de un líder encarcelado en el último momento durante un montaje de comedia menor. Pero nada es extraño para quienes conocemos un país en que ciertas constantes paranoicas son un lugar común, un estilo de vida reñido con la sensatez. Un pueblo apoyado en tradiciones que lindan con la patología y que se manifiestan en un bipartidismo casi indestructible.
En Uruguay -desde 1836, fecha de la batalla de Carpintería, cuando surgen uniformes distintivos de dos ejércitos nacionales enfrentados- la gente nace "blanca o colorada". Coloración tan intensa que, durante 150 años, ha tenido la piel ideológica de un país de costumbres aldeanas y de modales provinciales que condicionan el estereotipo del uruguayo medio: tímido, aquejado de falsa modestia, europeizante de ánimo, civilizado y, fundamentalmente, incapacitado para la aventura y la imaginación. Ese uruguayo traumático y menor (que tan bien ha retratado Benedetti en sus ficciones) no puede abandonar, cualquiera sea la pesadilla dictatorial que haya padecido, ninguna de sus dos madres castrenses: la tradición y la (falsa) seguridad que proporciona la falta de audacia.
Uruguay, además, es un país de viejos. Un país gerontocrático desde sus orígenes y una clínica geriátrica ahora, luego de la devastación sistemática practicada por la dictadura. La mayor parte de su población es pasiva: jubilados, parados, funcionarios del Estado o militares. Cuatro estamentos que representan la piedra angular de una sociedad que huele a naftalina y a unguento para constipados. Los uruguayos se drogan con mate, Gardel, el Peñarol y el Nacional (los otros unifórmes) y, principalmente, con una droga más dura: la nostalgia de la época culta e impune. De cuando éramos felices e indocumentados. Por tanto, las últimas elecciones, las primeras después de 11 años de censura y pauperización creciente, han servido para mostrar el aparente triunfo del voto viejo. La paradójica victoria de los partidos que prohijaron y alentaron la dictadura que, hoy, anuncian extirpar. Partidos que integran toda la gama de posiciones políticas y de matices de la senectud, protegidos por el manto de uno u otro uniforme. La extrema derecha, representada por Pacheco Areco, y la extrema izquierda del joven turco Manuel Flores Silva vacían su fe colorada en las arcas centristas del moderado Julio María Sanguinetti, quien se lleva el Gobierno para beneplácito de una sociedad que quiere cambiar para que todo siga como está. El joven radicalizado Juan Raúl Ferreira (una especie de pilarista enrojecido) no abandona su divisa blanca, aunque la comparta con el terrateniente Gallinal o con los fascistas Héctor Payssé y Cristina Maeso. Hasta Juan Carlos Onetti declara, desde España, que si pudiera participar votaba colorado. Por tradición, es claro. O por vejez, no importa.
Frente Amplio
En ese marco, la suerte del Frente Amplio no podía ser otra que ese 20% que obtuvo pese a todo. Pese a haber sido el único grupo perseguido, diezmado por años de prisión o exilio. Pese al anticomunismo burdo, casero, uruguayo, con que fue bombardeado desde los medios de comunicación blanquicolorados. Pese al tributo que debe pagar cualquier coalición integrada por sectores diversos -e incluso contrapuestos desde un punto de vista ideológico.
Pero el Frente jugó su carta política y entiendo que, a pesar de las circunstancias mencionadas, no salió mal parado. Una quinta parte de la población votó por un cambio real, se animó a quitar el traje viejo y a despojarse de una tradición hecha de inmovilismo y divisas. Logró, en fin, quebrar la reliquia bipartidista y convertirse en una fuerza de opinión en el Parlamento y en las calles. Algo con lo que deberán contar Sanguinetti, Ferreira Aldunate y todos aquellos que estrenen la democracia desde los sitiales de gobierno.
Porque quizá el gran mérito del Frente -y, paradójicamente, el voto de castigo- haya sido su vertebración eminentemente juvenil, su pensamiento nuevo, su apartamiento de una feligresía rutinaria. Y sus apenas 15 años de vida política. La mayor parte de los cuales fue vivida en la clandestinidad o en la diáspora.
Por todo esto, concluimos en que el Frente no perdió. Más bien ganó un espacio político en un país que se muere de senilidad. El gran desafio empieza ahora. Dentro de la legalidad y con una lucha de estilo democrático. Tiene el curioso privilegio de poder devolverle la juventud a una nación valetudinaria. Los inmediatos próximos años darán la respuesta. Cuando se acabe con esta rosa de Alejandría. Que deberá marchitarse. Salvo que la última jugada de la dictadura militar haya sido dejarlo todo atado y bien atado.
es periodista y escritor cubano
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