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Tribuna:La muerte del autor de 'La destrucción o el amor'
Tribuna
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20 años de amistad

Si sólo fuera una anécdota particular, no valdría la pena relatarla aquí y ahora. Pero es más que eso: la historia de mi amistad con Vicente Aleixandre ilustra la historia de varias generaciones de poetas de nuestro país. En 1963 había yo publicado una primeriza entrega lírica, de la que hoy me distancian, sobre todo, sus abundantes erratas (y me aproximan los sugestivos dibujos de Alberto Blecua). A pocos me atreví a mandar aquella tentativa adolescente; uno de esos pocos -Vicente Aleixandre- me acusó recibo. ¿Para qué poeta no habrá tenido Vicente Aleixandre unas palabras?Algo más tarde -hace casi 20 años, en 1965-, todavía en el confuso a mi vez anonimato de los veinte años, irresolutos e inciertos, que yo mismo tenía, recibí, sorprendentemente, una carta de Vicente Aleixandre. Algo de mí había leído aquí y allá; algo le habían contado amigos comunes, José Luis Cano sobre todo; deseaba leer más. Manifiestamente, el obrar así no sólo obedecía al impulso admirable de generosidad inaudita que le ha guiado siempre, sino también a su responsabilidad histórica ante la poesía. En un país aletargado, entre el fuego cruzado de la doble trivialidad antagónica y complementaria de la poesía políticamente conformista y la políticamente inconformista, ¿dónde estaba la poesía a secas, la única capaz de ser subversiva en el sentido moral profundo que tuvo para Rimbaud o Lautréamont? La encontrábamos, poco menos que solitariamente, en Aleixandre. Con un tesón y una energía intelectual extraordinarios en un hombre de su edad y posición literaria, no le bastaba con predicar con el ejemplo. El último verso del último poeta joven, la última peripecia personal eran por él asumidos como cosa propia. Vicente Aleixandre ha sido, en importante medida, coautor de la obra y casi corresponsable de la vida y orientación de los poetas más jóvenes que han entrado en contacto con él.

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Asombra que, precisamente en los años en que nuestro trato era más asiduo -y no sólo el mío, sino el de muchos de mis compañeros de generación-, Vicente Aleixandre haya podido, además, de orientar a otros, ahondar en el sustrato último de su propia obra.

La trayectoria poética aleixandrina es un solo trazo seguro y firme, de continuidad ejemplar; pero probablemente su cima más sobrecogedora -o su más abismático trasfondo- se halle en las dos entregas últimas, Poemas de la consumación (1968) y Diálogos del conocimiento (1974), donde esta palabra que vimos fulgurar, iluminar otros mundos y remansarse en lo visible, se adentra, con tan soberbia capacidad de percepción de lo inefable como el verbo de Heidegger, en las regiones más ocultas de la conciencia. Gran poeta del principio al fin, Aleixandre alcanza en estos libros finales el solitario páramo de ser al desnudo en su relampagueo verbal que, en castellano, nos depara la depuración extrema de san Juan de la Cruz o fray Luis de León.

En 20 años de amistad, ¿habré visto a Vicente Aleixandre más de 10 veces? ¿Le habré visto 10 veces siquiera? Es significativo, acerca de su capacidad de irradiación, el hecho de que la presencia material importe aquí tan poco. Vicente ha dado tanto de sí en sus cartas, en su conversación, en sus consejos, en su interés, en sus poemas, que el vecino de Madrid no le debe menos que quienes le tratamos a distancia.

Más aún: después de 1977, y a causa de los diversos percances que afectaron su salud y en particular su vista, incluso el contacto epistolar ha sido intermitente, esporádico. Su obra, su constancia de amigo, de maestro y de poeta perduran incluso en este período de silencio, se agigantan y crecen en estado de latencia durante el paréntesis. Es imposible olvidar mi más reciente visita, en compañía de Octavio Paz, en abril de 1982, y el relato admirable que nos hizo de Aleixandre un frágil Azorín de miniatura descarnada y madrileña mostrándole una carta autógrafa de Juan Valera, pura nitidez de papel inerme en el aire vacío.

Hace pocas semanas, al teléfono, la voz de Vicente me preguntaba, en una de las llamadas con que periódicamente he suplido nuestra comunicación epistolar, por varios amigos comunes, J. V. Foix entre ellos. Días más tarde, en casa de Foix, de visita para felicitarle por el Premio Nacional de las Letras Españolas, a una hora insólita e íntima de la tarde del sábado, llegó un telegrama sin señas, al que bastó el nombre del gran poeta catalán para alcanzar su destino. Lo firmaba Vicente Aleixandre. Las palabras eran bellas, nobles y conmovidas: eran palabras del amigo de siempre, eran palabras del poeta único de La destrucción o el amor o Sombra del paraíso. La presencia viva de alguien cuyo lema ha sido siempre "hacer es vivir más", y que nunca ha borrado de la propia memoria un significativo verso suyo: "Vivir, vivir, el sol cruje invisible".

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