El habla de la lluvia
Galicia, un día, dejó de cantar. Nadie sabe muy bien cómo fue. Lo cuenta siempre que puede, con ojos entristecidos, Antón Fraguas, el discípulo de Vicente Risco, que hoy dirige el Museo do Pobo Galego. Se cantaba siempre, en el trabajo y en la taberna, en invierno y en verano, al amanecer y en el ocaso. Irrumpe la barbarie, y hasta el mirlo se vuelve enfermo del alma y de la memoria.
El tiempo de la mazurca es ése en que se muere el canto y sólo queda el habla monocorde de la lluvia.
"No, no imitaré nunca a los que borran sus huellas". Lo afirmaba Czeslaw Milosz, el premio Nobel checoslovaco, escuchando en el exilio el murmullo melancólico de sus ríos checos, alertando así contra cosmopolitismos del tres al cuarto. La fidelidad a los orígenes es siempre la mejor carta de presentación para un ciudadano del mundo.
La patria del hombre
Tampoco Camilo José Cela, el escritor que ayer ganó el premio principal a la literatura recientemente escrita, ha imitado a los que borran sus huellas. Cela ha llevado, eso sí, la identidad a su manera, como debe ser, como un ligero equipaje.Pero, además, vuelve sobre ellas, sobre las propias huellas, con curiosidad renovada.
Parece como si la patria del hombre, que es el mundo de la infancia, y la del escritor, que es el lenguaje, persiguieran reencontrarse en territorio único en sus más recientes -incursiones literarias. Como el emigrante que vuelve con semillas exóticas para engendrar la tierra, Camilo José Cela Trulock vuelve con oficio depurado de druida para fecundar la memoria marchita.
La alquimia ha resultado en Mazurca para dos muertos, ese desbordante y esperpéntico retablo de la marginalidad rural sobre el filo infame de la guerra civil, ajena, como todas, pero sufrida. No siempre se vuelve sobre los pasos para encontrarse con el paraíso perdido. A la vuelta de la nostalgia suele estar el infierno, y poblarse el desván de la casa de trasgos caprichosos y demonios indolentes. También ésa es la herencia.
Con su próxima novela, la anunciada Madera de boj, Camilo José Cela continúa su saga galaica, avistando quizá esta vez el rastro mitológico de las ballenas desde Finisterre.
A estas alturas, polemizar, como a veces se hace, sobre lo gallego en Camilo José Cela parece tan ocioso -cosas de soplagaitas, diría él- como plantearse de dónde son realmente los escritores, de dónde nacen o de dónde les pagan. Somos lo que comemos, decía Feuerbach. Cierto. También comemos de lo que somos y de lo que fuimos.
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