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Tribuna:Prosas testamentarias
Tribuna
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La Fundación Jiménez DÍaz

El progreso científico y asistencial de la medicina española debe no poco a la iniciativa privada. No es preciso ser médico viejo o historiador de la medicina para saber lo que en la vida madrileña -y, por extensión, en la de España entera- sucesivamente han representado el Instituto Rubio, el Instituto Madinaveitia y el Instituto de Patología Médica de Marañón. Los españoles debemos al primero -y, por tanto, a don Federico Rubio- la creación de las especialidades quirúrgicas y la educación técnica de enfermeras profesionales; al segundo -y, por consiguiente, a don Juan Madinaveitia-, la instalación de la medicina española en la vanguardia de la investigación y la asistencia gastroenterológicas; al tercero -y, en consecuencia, a don Gregorio Marañón-, la rápida elevación de nuestra medicina interna al mejor nivel de la europea -baste recordar lo que Marañón y su escuela hicieron entre 1915 y 1935- y, por añadidura, la enseñanza de una práctica hospitalaria y privada en la que se fundían el humanitarismo, la competencia y la elegancia.Con ambición superior a la de todos esos antecedentes, pero en la misma línea de ellos, comenzó a planear y realizar Carlos Jiménez Díaz la fundación que años más tarde había de llevar su nombre. Ya antes de nuestra guerra civil, en el viejo San Carlos y en la entonces naciente facultad de Medicina de la Ciudad Universitaria. Sólo quienes conocieron el inmenso saber, la enorme generosidad y el extraordinario empuje de don Carlos, como ya a los 30 años de su edad le llamaban todos, podrán valorar lo que, de no sobrevenir la atroz contienda de 1936, hubiera sido en la facultad madrileña un instituto en el que Ochoa y Bielschovski eran, con el propio Jiménez Díaz, las principales estrellas científicas.

La guerra civil destruyó en flor lo que había de ser espléndido fruto. Vuelta a empezar. En los primeros años, de modo disperso -San Carlos, hotelito de la calle de Granada, Hospital Provincial- y mediante la incorporación a su equipo de los mejores supervivientes de las escuelas médicas decapitadas por la ruina de la España anterior a 1936: Rof Carballo, Grande Covián, López García, varios más. Hasta que, en tomo a 1950, la circunstancia permitió planear una institución de más altos vuelos que la segada por la guerra civil: autónoma, pero vinculada a la facultad de Medicina; - asistencial, pero regida desde dentro por la investigación científica más solvente y actual; docente, en suma, hasta los más altos niveles de la enseñanza médica. Así nacieron y crecieron la clínica de la Concepción y la Fundación Jiménez Díaz. Junto a varias instituciones más -no muchas-, la punta de vanguardia de la investigación médica y la práctica asistencial en nuestro país. Cientos de médicos españoles e hispanoamericanos, millares de artículos científicos en revistas nacionales y en publicaciones de curso internacional, multitud de ponencias y comunicaciones en congresos nacionales e internacionales acreditan la calidad y la eficacia de una institución que acaso no haya sido todo lo que la alta y noble ambición de su fundador quiso para ella -nada en la vida humana llega a ser lo que se soñó-, pero que sigue constituyendo uno de los más prestigiosos centros de la medicina española. Entre las pocas satisfacciones que me deparó mi paso por el rectorado de la universidad de Madrid, una de las más firmes fue el haber podido ayudar a Carlos Jiménez Díaz en la ordenación jurídica de su gran proyecto.

Que la Fundación Jiménez Díaz debe subsistir, nadie lo duda. Pero ¿podrá subsistir? Los presupuestos económicos y sociales han cambiado sobremanera desde los años en que fue planeada, y tanto en España como en el mundo entero. La prestación de una asistencia médica de calidad es cada vez más cara. La investigación científica exige recursos instrumentales que rápidamente deben ser renovados si no se quiere viajar en el furgón de cola del tren de la ciencia. Todos los países de vanguardia -Estados Unidos, Alemania Occidental, Suecia, Reino Unido- se ven ante el enorme y creciente problema que trae consigo la colisión entre una ineludible necesidad social (atender al enfermo conforme a todo lo que el saber y la técnica permitan) y una grave dificultad económica (allegar las enormes cantidades que en vertiginosa progresión anual esa necesidad requiere). Problema agravado cuando, como en España acontece, los centros asistenciales no directamente dependientes de la Seguridad Social -tal es el caso de la Fundación Jiménez Díaz- reciben una subvención por cama y día notoriamente inferior a la que disfrutan los que directamente dependen de ella.

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Sí: el problema es a un tiempo grave y mundial. Con mirada de águila lo vislumbró en 1787 -¿quién podría imaginarlo?- Johann Wolfgang Goethe. "Tengo por cierto", escribía desde Roma a su amiga Charlotte von Stein, "que la humanidad triunfará (en su hermosa lucha por la mejora y el progreso), pero temo que con ello llegue a ser el mundo un gran hospital, en el que cada hombre sea el enfermero de otro hombre". Tal es nuestra situación. El presupuesto de la Seguridad Social, aquí y en todas partes, ¿no supone que el contribuyente debe trabajar -por tanto, dedicar una buena parte de su vida a ser "enfermero del otro" para que los centros hospitalarios, asistenciales y preventivos sigan funcionando? Tal es nuestra situación, y con ella tenemos que pechar si no queremos que la esperanza de vida de los hombres vaya poco a poco decreciendo hasta alcanzar las pavorosas cifras de hace poco más de un siglo.

¿Cómo? Yo no lo sé, porque el saberlo exige la colaboración de muchos y muy técnicos saberes: el del político, el del economista y el sociólogo, el del sanitario, el del moralista. Sé tan sólo que la asistencia médica de calidad y la investigación médica de vanguardia deben continuar allí donde se hagan, y que el prestigio y la eficacia de la medicina española perderían mucho si la Fundación Jiménez Díaz, sólo por razones de orden económico, se viese obligada a interrumpir su actividad. Sólo el Estado puede evitarlo.

Sin mengua de la ordenación de sus actividades dentro del plan nacional que el Ministerio de Sanidad elabore, deber del Estado es, en consecuencia, arbitrar una solución que permita la continuidad y, si fuera posible, el progreso de su labor. Y si el Estado llega a cumplir ese deber suyo, como tan vivamente deseo, grave, gravísimo deber de los responsables de la Fundación Jiménez Díaz será el más entusiasta y acabado cumplimiento de los fines y los propósitos del gran médico y gran español que la creó.

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