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Una oleada de libertad

Estamos asistiendo al más extraño de los fenómenos: por donde quiera que se mire, y hacia donde quiera que sea que se orienten nuestros oídos, lo que se ve y se oye es un gran oleaje y estruendo de libertad. La misma palabra libertad, que era tachada con tanta furia en los escritos de Erasmo o en Schomborg -a veces no se contentaban los censores con hacerla desaparecer con tinta, sino que también engrudaban la frase o el párrafo enteros y los cubrían con un papel blanco, como para velar tanto horror- y que todavía era eliminada de los artículos periodísticos hace solamente unos años, la palabra que embriagó a los revolucionarios de 1789 e hizo temblar los tronos y los demás poderes de este mundo y fue condenada como la peor furia que podía poseer a los hombres, resulta que ahora invade nuestras vidas. Durante siglos y todavía en muchas partes del mundo, por el simple hecho de pronunciarla o de mostrar alguna esperanza en ella se puede ir a parar al gulag o encontrarse ante un examen psiquiátrico y la correspondiente sentencia de inestabilidad psíquica o de contagio pequeñoburgués; y muchas gentes ahora mismo, como en el poema de Paul Eluard, no pueden confiar sus sueños de libertad sino a sí mismos: "En mis cuadernos de escolar, / en mi pupitre y en los árboles, sobre la arena y en la nieve / escribo tu nombre".El Inquisidor de Dostoievski, en su conversación en los calabozos sevillanos con Jesús de Nazareth, parece que, efectivamente, llegó a convencer a éste de que los hombres sólo querían ser felices y para nada pensaban en la libertad. ¿Es posible que estuviera tan equivocado? ¿Es posible que gentes como él, que siempre han hecho cálculos tan exactos sobre la psicología de las masas, vengan ahora a ser tan desmentidas por los hechos, y esto por primera vez en la historia, desde luego?

Así es, sin embargo, según todas las apariencias. Nuestro mundo libre está atravesando un período orgiástico de libertad: mercado libre, empresa libre, enseñanza libre, elecciones libres, Prensa libre, e incluso podríamos añadir con un eco lamennesiano: y "prisión libre"; o hasta hablar del librepensamiento como si en realidad pudiéramos pensar lo que quisiéramos y no, mucho más modestamente, lo que podemos. Pero aún no hace tanto que el mundo entero ha salido de la pesadilla de sombrías dictaduras y todavía hay por lo menos en la mitad de ese mundo demasiadas y demasiado sanguinarias satrapías como para que podamos permitirnos algún tipo de sarcasmo con ese nombre de la libertad o el juego de los adjetivos que de él se derivan; mas no por eso deja de ser extraño que todos estemos tan llenos de ardiente libertad.

La libertad tiene nombre de mujer, y eso, como en el caso de la esperanza, quizá es la razón de que dé lugar a algunos equívocos. Con frecuencia creemos, en efecto, tener esperanza, y sólo poseemos optimismo e inconsciencia; y la libertad ha sido descrita demasiadas veces de la manera más deslumbrante como para que no haya desatado demasiadas imaginaciones. Miles de seres humanos han muerto con su nombre en los labios y, después de haber luchado denodadamente por alcanzarla, no se les ha concedido otra cosa que el soñar con ella, así que, al comprobar ahora cuán fácilmente marcha a nuestro lado y cómo nos sale al encuentro a cada paso, nos sentimos efectivamente algo decepcionados, o decepcionados de tal manera que seguramente tenemos que preguntarnos si al fin y al cabo no estaremos llamando libertad a algún doble de ésta, a alguna doncella homónima y más vistosa que puede ser paseada por los salones, andar en boca de los políticos y otros vendedores callejeros y enamoriscar a cualquiera.

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Las Constituciones o cartas fundamentales por las que se rigen algunas comunidades humanas suelen inscribir ese nombre de la libertad en ellas y ofrecer garantías para que sea una realidad, y hay tiempos y países en que en verdad se vive en el ámbito de la libertad incluso sin esas declaraciones oficiales: "Quien no ha vivido antes de 1789", decía Talleyrand, "no sabe lo que es la dulzura de vivir". Y eso era en pleno régimen de monarquía absoluta, pero tan lejana y tan escasamente presionadora sobre sus súbditos que parecía vivirse sin Estado. Aunque, naturalmente, Talleyrand no contaba a los pobres ni era capaz de adivinar su existencia o de sospechar que también eran hombres y quizá también ellos pensaran en la libertad o, por el contrario, no les interesaba para nada. Pronto, como un eco de la voz del Inquisidor dostoievskiano, que sabía de muy buena fuente que a los hombres no les importa la libertad, preguntará la otra voz de Lenin, al fin y al cabo un demonio también dostoievskiano: "¿Y libertad para qué?".

Todos los sueños de sociedades utópicas y justas llevan en su seno ese pesimismo radical sobre el hombre: si el hombre es feliz y su vida está llena y sin menesterosidad alguna, no querrá para nada la libertad; y las sociedades reales, que funcionan en el mundo a uno y otro lado de un telón imaginario, al fin y al cabo lo que pretenden es organizar del mejor modo posible el hormiguero. Del lado de allá, persiguiendo aún la libertad y constriñendo las libertades que consideran lujos burgueses o moneda falsa, y actuando en consecuencia como siempre se ha actuado contra herejes y reos de lesa majestad. Del lado de acá, en un hormiguero ciertamente más cómodo y brillante, garantizando desde luego la libertad de coche o de dentífrico, de menú o de color de la camisa, que no son escasas libertades, ciertamente, péro en las que corre el peligro de resumirse todo lo que sería la libertad y parece alegrarnos tanto: la libertad equiparada a la felicidad, una libertad fabricada con hamburguesa, que seguramente paladares anacrónicos como los de Erasmo y Voltaire no sabrían apreciar. Y sobre la que no puede echarse la pimienta del viejo texto bíblico: "La verdad os hará libres".

Sí, pero, ¿quién es esta moza?, como Schopenhauer decía del espiritu: "¿Y quién es ese mozo?". Nadie quiere meterse en dibujos; lo importante es ser feliz y poder escoger entre dos clases de moqueta, de colegio o de chalé y programa televisivo. Don Inés Chávez, un revolucionario mexicano que quería liberar al pueblo de la miseria y el fanatismo, daba a elegir a quienes no tenía más remedio que fusilar, porque se oponían a ese su programa, la pieza musical que querían escuchar: Si Adelita se fuera con otro o La cucaracha. Era su homenaje a la libertad y al pluralismo.

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