_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cuando la izquierda bebía agua

Juan Luis Cebrián

La primera vez que vi a Moncho Alpuente en mi vida tocaba una batería alquilada en un teatro de Madrid. Actuaba en Castañuela 70, un intento de teatro alternativo en pleno franquismo, lo que no era poco, y en mitad del espectáculo regurgitaba una frase que hizo fortuna gracias a un anuncio de televisión: "¿Te acuerdas cuando bebíamos agua?"Aquella obra causó algún descalabro y no pocas emociones en la capital de España. Era, a su manera, un panfleto contra el todo, y el Opus, los falangistas y los democristianos se dieron cita en el coro de los descontentos. Pero los jóvenes airados, la burguesía incipiente deseosa de novedades y la gente en general, que estaba hasta el gorro del almirante Carrero Blanco, saludaron con alborozo el tema: había llegado la modernidad. Hoy, Moncho Alpuente es, sin embargo, un posmoderno con cara de niño, que hace sus travesuras desde Radio EL PAIS, en vez de hacerlas en el escenario, y la modernidad se nos ha ido de las manos sin apenas conocerla, mientras nos acomodamos en este esquema posactual, que no se sabe bien lo que es, pero que empieza a pronunciarse por actitudes estéticamente bellas y socialmente desconcertantes.

Todo este rollo -palabra más bien castiza y nada posmoderna, contra lo que algunos suponen- viene a cuento de la creciente sensación de estupor y escepticismo ante los fracasos o dilaciones del cambio socialista. Surgen por doquier tendencias de privatización social que vienen a sustituir la época participativa de los sesenta, y aparece un cierto gusto por la extravagancia como sucedáneo fácil de la imaginación. Hemos aprendido que la democracia es tanto más aburrida cuanto menos la prohiben, y la institucionalización del cambio como forma de poder ha despejado la eventualidad de cualquier programa utópico compartido por nuestra sociedad. Ni siquiera la aventura exterior -Nicaragua, Afganistán, Namibia- atrae hoy a los jóvenes como antaño, quizá conscientes de la imposibilidad de transformar las cosas mediante el voluntarismo en un mundo sometido a poderes tan inalcanzables en su definición que empiezan a asemejarse al Ormuz y Arimán de nuestros días. 0 sea, que la magia, la religión, el esoterismo y el cuento sustituyeron las antiguas ansias de participación colectiva y han dado paso, por el lado contrario, al pasotismo, que cada día se demuestra más como una forma de conservadurismo eficaz.

Hoy, los centros de poder en España están llenos de jóvenes ex revolucionarios, huérfanos del 68, antiguos militantes del FLP, trabajadores por la huelga nacionalpolítica, activistas del sindicalismo clandestino, dispensadores de la utopía como forma de vida que se han dado de bruces con la realidad. La decepción social que envuelve a nuestro país se refiere primordialmente a la comprobación de que esa utopía merecía efectivamente su nombre. El desaliento electoral que alberga la izquierda, con un PSOE institucionalizado, un partido comunista dividido y una protesta radical con tendencias estéticas que en no pocos casos la deslizan inconscientemente hacia formas de neofascismo, es el confuso caldo de cultivo de la posmodernidad. Otros países lo han vivido antes que nosotros. Pero la extravagancia del nuestro pretende además construir una corriente intelectual y un movimiento cultural desde las barras de los bares antes que desde las aulas de la universidad. Un nivel de bohemia ha sido siempre inexcusable a la hora de estas cosas, pero tampoco estoy seguro de que la bohemia a solas las genere. Así que al esfuerzo intelectual se le suplanta con frecuencia por el diletantismo, sea del signo que sea.

Naturalmente que hay aspectos positivos en todo esto: intentos de búsqueda, preguntas sobre lo que nos sucede, actitudes de autocrítica. También hay mucha mangancia y no poca megalomanía. En el plazo de pocos días, un director de periódico de Madrid ha lanzado ni más ni menos que un Manifiesto al pueblo español -¡qué hermosa pieza arqueológica esa de los manifiestos!-, y otros amenazamos con analizar los grandes retos y las grandes transformaciones que aguardan a nuestra España -ni más ni menos- La nómina de salvadores de la patria, en la que la abundancia de periodistas es mucha -y supongo que no me escapo yo mismo a la tentación de incluirme en ella-, crece vertiginosamente; claro que, felizmente, no tanto como la de quienes no quieren patria alguna para ser salvada. Y mientras discutimos a grandes voces sobre el sentido profundo de la democracia -por el que un ácrata posmoderno se preguntaba hace no mucho-, la ingeniería genética se dedica a cambiar nuestra especie; la microelectrónica, a destruir nuestros antiguos hábitos sociales, y el poder nuclear, a limitar nuestra esperanza colectiva de supervivencia.

Supongo que cualquier manifiesto, programa, anuncio o promesa de mundo mejor debe partir de la investigación y el conocimiento de estas cosas, que son universales y sobre las que es dificil saber sin un esfuerzo continuado de estudio. Lo curioso es que ese esfuerzo se da en sectores de nuestra inteligencia, pero están lejos -salvo excepciones- de los líderes sociales, de los que escriben en los periódicos y de los que hacemos peroratas. Las reacciones suscitadas ante la concesión del Premio Nobel de Literatura al checo Seifert son un buen ejemplo de esto. Se¡fert no es un desconocido para los investigadores españoles, pero sí lo era para los columnistas de los periódicos, cuya ignorancia no sólo abarcaba al poeta, sino precisamente a sus traductores de aquí. De modo y manera que mientras para los traductores del checo y los lingüistas el premio suponía una novedad interesante y era concedido al poeta vivo más conocido de Checoslovaquia, para los otros se trataba de un premio de conveniencia. Si la ignorancia es siempre atrevida, la de los intelectuales es, además de atrevida, culpable.

En la nómina de salvadores de patrias y develadores de grandes desafíos -¿quién nos resuelve los pequeños?-, la izquierda mantiene su cuota numérica nada desdeñable. Pero en nuestro caso la cuestión está además en saber cómo se puede ser de izquierdas, ni aun como actitud moral -como lúcidamente predica hoy mismo en este periódico Agnes Heller-, en un país en el que gobierna la izquierda. La tendencia hacia las actitudes deslumbrantes, o extravagantes, que es desde luego una forma de oportunismo, es por eso inevitable. En el seno del Gobierno, un buen caso es el del ministro de Asuntos Exteriores, dispuesto a contradecirse a sí mismo todos los días y recientemente defensor de un modelo a lo francés para nuestra integración en la OTAN: ¿pretende el señor Morán que España se convierta en una potencia nuclear? Pues ese es exactamente el modelo a lo francés. Pero, en el seno de la oposición de izquierdas a este Gobierno de izquierdas, las iniciativas son a veces más chocantes si cabe. Hace no más de un mes que un conspicuo representante de la izquierda más o menos radical afirmaba ante un selecto público de escritores y artistas que el País Vasco estaba peor ahora que con Franco (sic), mientras otro anunciaba el crecimiento de popularidad, con ribetes de heroísmo, del teniente coronel Tejero, convertido, al parecer, en una especie de Paquirri de la tauromaquia política. 0 sea, que no es de extrañar que la muerte de este último haya servido para reverdecer todas las viejas teorías de la España cañí, adobadas con la coincidencia -terrible en la realidad, pero feliz para el desparpajo literario- del asesinato de tres guardias civiles por ETA.

El gusto por el casticismo está demasiado enraizado en este país como para prescindir de él sólo porque se haya reconocido el sufragio universal. Franco era un producto tan español, tan esperpéntico y valleinclanesco, que su ausencia hace sentirse mal a quienes no tenían mejor fuente de inspiración. Por eso no basta, para que España siga siendo España, con que existan los toros y con que mueran los toreros: es preciso sacar consecuencias trascendentes de todo ello, meditaciones sobre el ser español -que son en realidad toda una interpretación folklórica de la política- del rango de aquellas que decían durante la dictadura que cada país tiene el régimen que se merece; cuando la única consecuencia obvia de la muerte del torero habría sido pedir la cabeza de los responsables del Ministerio del Interior que permiten la práctica de actividades peligrosas para la vida humana en condiciones sanitarias inmundas.

Mientras estas cosas suceden y se debate el colectivo intelectual español en busca de la originalidad, yo veo a la sociedad española bastante lejos de sus preocupaciones. No estoy seguro de si es posmoderna del todo, pero me parece bastante modernizada, en sus hábitos y en sus limitadas creencias. Ha despejado los fantasmas a base de incorporarlos todos, y está interesada por el futuro inmediato que le aguarda -sea el aumento de los impuestos, el colegio para sus hijos, la reforma del servicio militar o el uso de los videoterminales- más que por las grandes cruzadas históricas. Tenemos, me parece, por vez primera una sociedad secularizada, compleja y vital; una sociedad civil desinhibida a la que todavía no ha llegado la moda arcaizante del neoconservadurismo. Pero hay también en ella signos preocupantes: brotes de racismo en las grandes ciudades, búsqueda inactual de un sentido trascendente y omnivalente de la democracia, fuga hacia la privatización -revestida de protesta ante el aparato que nos gobierna-, aumento del populismo de todo género y de los nacionalismos, injustamente disfrazados de caracteres liberadores...

Con todo esto sobre nuestras cabezas, ¿qué puede significar ser de izquierdas? ¿Y qué simbolismo añadido tienen en ello la modernidad y la posmodernidad, manías bastante escolásticas si bien se mira? Hay todavía en este mundo preguntas sin respuesta, y quién sabe si éstas pertenecen a ese elenco. Mientras lo decidimos, la izquierda en el poder se refugia en el estupor de la nostalgia. Son millares, Moncho Alpuente, los que se acuerdan de cuando bebían agua: su batalla era derribar un muro sólido y antiguo, el del franquismo, que se derrumbó más por la inclemencia del tiempo que por los empujones recibidos, para dejar ver los otros muros que había detrás y que no le eran propios. Este país nuestro está ahora en manos de los progres perplejos. Pero la gente que llega baila el rock and roll, que es un invento de los cincuenta, y ellos se peinan como Paul Anka y se afeitan la barba. Por eso no está de más esperar que la respuesta nos venga de ellas, sin modelos ni referencias de un pasado que se les hurtó, ni nostalgias de lo que no vivieron. Es una de las pocas utopías vivas que nos quedan.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_