_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Cajal y el chimpancé

La conmemoración del quincuagésimo aniversario de la muerte de Cajal me ha llevado a recordar ante una asamblea de hombres de ciencia uno de los más notables hallazgos de W. Köhler, el psicólogo que durante la primera guerra mundial estudió en Tenerife la inteligencia de los chimpancés.La máxima hazaña científica de nuestro gran sabio consistió, como tantos saben, en demostrar con hechos y en explicar con ideas que el tejido nervioso no es una red continua de formaciones inacabadamente celulares, sino un conjunto discontinuo de verdaderos elementos biológicos, las células que desde entonces llamamos neuronas. Aconteció el suceso en el año 1888, en una modesta casa del corazón de Barcelona. He aquí cómo lo recuerda el sabio: "La nueva verdad, laboriosamente buscada, y tan esquiva durante dos años de vanos tanteos, surgió de repente en mi espíritu como una revelación". Repentina revelación; tal es el modo como el gran hallazgo científico suele aparecer en la mente de su descubridor. Atenido a su propia experiencia, así lo pensó también el genial fisiólogo CI. Bernard: "La idea a prior¡ surge en la mente del sabio con la rapidez del relámpago, como una revelación", escribió. Idea a priori: la feliz ocurrencia súbita con que, a reserva de lo que luego diga el experimento, se le hace inteligible al sabio un problema al que no sabía cómo meterle el diente.

Pasemos de los sabios a los chimpancés. Entre los que Köhler estudiaba, el más listo era Sultán. ¿Hasta dónde podría llegar el talento de este superdotado antropoide? Para averiguarlo, Köhler hizo pasar hambre a Sultán y colocó fuera de la jaula y de su alcance un apetitoso plátano. Dentro de la jaula había varias cañas. Sultán trató de alcanzar el plátano con una de ellas y fracasó. Luego tomó dos, una con sus dos extremos huecos, las empalmó y, sujetando con la mano el empalme, trató de atraer hacia sí la fruta deseada. Nuevo fracaso. Tras varias horas de ensayos infructuosos, el pobre Sultán, visiblemente desesperado, tomó las cañas, se recluyó en el fondo de la jaula y pareció entretenerse jugando con ellas, hasta lograr que la caña fina se introdujese en el extremo de la gruesa y quedase encajada en ella. Siguió maniobrando y consiguió que fuesen tres las cañas empalmadas. Sultán había resuelto el problema que le desazonaba, atrapar y comerse el plátano, y así lo mostró la expresión de alegría de su rostro. Como sujeto activo de una ocurrencia que le permitía inventar un instrumento útil y resolver un enojoso problema vital, había vivido en su psique la gozosa sorpresa que el psicólogo K. Bühler, estudiando la conducta de hombres adultos ante el problema de comprender acertijos difíciles, años atrás había denominado Aha-Erlebnis, vivencia del ¡ajá! La súbita revelación de que hablaron CI. Bernard y Cajal, ¿será no más que una versión superior y más compleja de la vivencia del ¡ajá! del chimpancé Sultán? En cualquier caso, ¿que relación existe entre ellas?

El problema propuesto por los hallazgos de Köhler venía a ser un correlato psicológico-experimental del que Darwin y Huxley habían suscitado cuatro decenios antes, cuando extendieron a la especie humana la doctrina biológica de El orden de las especies y, frente a la ingenua interpretación literal del texto bíblico entonces vigente, afirmaron resueltamente el origen evolutivo de nuestra especie a partir de especies antropoides intermedias entre ella y los simios hoy conocidos. ¿Podría encontrarse un missing link, un eslabón perdido que objetivamente demostrase la transición real de aquélla a ésta? Desde el resonante hallazgo de los restos óseos de un presunto antropopiteco (Java, 1891) hasta los no menos resonantes descubrimientos recientes de Leakey, Arambourg y otros en el norte de Kenia y en el sur de Etiopía, toda la humanidad culta ha vivido con apasionamiento esta afanosa búsqueda de huesos fósiles en que se hiciera patente la conversión biológica de una especie todavía antropoide en otra ya humana; más precisa y técnicamente, de un australopiteco en un homínido. Porque, entre los actuales paleontólogos, la secuencia Australopithecus africanus Australopithecus (u Homo) habilis - Horno erectus - Homo sapiens es aceptada como la más plausible.

Dos problemas, pues, íntimamente conexos entre sí, el paleontológico y el psicológico-experimental. El primero: ¿cuándo y cómo unos restos óseos permiten concluir que la figura y la presumible conducta del animal a que pertenecieron eran todavía antropoides o eran ya humanas? El segundo: ¿en qué medida y de qué modo las ocurrencias resolutivas y las invenciones técnicas de los antropoides son equiparables a las ocurrencias resolutivas y las invenciones técnicas de los hombres? En definitiva: ¿es homogénea o no lo es la conversión evolutiva del género Australopithecus en género Homo? Por tanto: ¿en qué se asemejan y en qué difieren la revelación que iluminó a Cajal ante ciertas preparaciones micrográficas de tejido nervioso y la vivencia del ¡ajá! que experimentaba el chimpancé Sultán ante sus cañas empalmadas? Fascinantes preguntas, tanto para la ciencia positiva como para la especulación antropológica, e incluso para cualquier hombre preocupado por saber lo que como hombre es.

La condición humana de unos restos fósiles queda plausiblemente demostrada por dos órdenes de hechos: la forma anatómica de aquéllos (cráneo y arco superciliar, dentadura, pelvis) y la presencia de guijarros artificialmente tallados (indudablemente, con fines utilitarios) junto a tales restos. La aparición de huellas

Pasa a la página 10

Cajal y el chimpancé

Viene de la página 9

reveladoras de fuego o procedentes de un rito funerario es notablemente posterior. Pero ante unos restos óseos o dentarios, ¿hay siempre plena seguridad ,científica para afirmar tajantemente que son antropoides y no humanos o humanos y no antropoides? Por otra parte ¿no hay autores que atribuyen a los australopitécidos ciertos útiles de piedra encontrados en los yacimientos olduvenses?

Acerquémosnos ahora.al planteamiento psicológico-experimental del problema. Los chimpancés, no sólo los de Köhler, son capaces de construir instrumentos técnicos; no sólo el animal humano es faber o instrumentífico. Los chimpancés pueden aprender -por tanto, saber- , que una pieza de plástico coloreado - significa aceptación y que otra de distinto color significa negación (Premack); lo que demuestra que no sólo es -o puede ser- sapiens el Homo, que también lo es el Pan troglodytes, el chimpancé, un simio antropoide. Los chimpancés aprenden a utilizar signos verbales (Gardner, Premak) y los cercopitecos -hace pocos días se exponía el hecho en estas mismas páginas- emiten sonidos que funcionan como palabras significativas; por lo cual, llamar diferencialmente loquens, hablante, al género homo no deja de ser una restricción abusiva de esa presunta peculiaridad humana.

Más aún. Movidos por un instinto social, los simios son capaces de abnegación y sacrificio. Tomándola de Brehm, Darwin cita la siguiente conmovedora observación: "Un gran número de babuinos atravesaba un valle; parte de ellos había llegado ya a la cima de la montaña; los restantes estaban aún en la hondonada.Esta fracción del rebaño fue atacada por una jauría de perros; pero los monos viejos bajaron de roca en roca con las bocas abiertas y profiriendo tan feroces gruñidos que los perros se pusieron precipitadamente en fuga. Otra vez fueron los perros lanzados al. ataque. Entre tanto, todos los babuinos habían ganado las alturas, a excepción de uno joven, como de seis meses, que desde lo alto de una roca, cercado por la jauría, daba gritos de angustia. Entonces se vio que uno de los monos más fuertes volvía a descender de la montaña, iba derecho hacia el joven, le rescataba y, gritando con fiereza, le llevaba en triunfo junto a sus compañeros de manada. Los perros", añade el relato, "quedaron demasiado sorprendidos para oponerse a ellos". El instinto social, concluye Darwin, se convirtió en instinto moral, en altruismo. Consecuencia, hacer de la moralidad una característica diferencial de género Homo, llamar, Homo moralis a nuestra especie es olvidar que también al babuino podría llamársele Papio moralis. A este respecto, la reciente Sociobiología de E. O. Wilson colmará las medidas del lector curioso.

¿Dónde, pues, acaba el animal y empieza el hombre? Si la diferencia entre la animalidad y la hominidad es realmente cualitativa y esencial, de clase y no de grado, ¿dónde está, en qué radica, cuáles son sus primeras y más elementales manifestaciones? El hombre es un animal que puede prometer (Nietzsche),que se angustia ' ante el problema de su inmortalidad (Unamuno), que ascéticamente puede decir "no" a la satisfacción de sus instintos (Scheler), que se ve obligado a hacer su propio ser, y que, por tanto, no tiene naturaleza, sino historia (Ortega), que necesariamente tiene que atenido a la realidad y no sólo a los estímulos que de ella proceden, que, en consecuencia, es "animal de realidades" (Zubiri). Bien. Pero ¿cuándo y cómo se expresó todo esto en la transición del género Australopithecus al género Homo, allá en la remotísimia prehistoria, y en, qué la revelación vivida por el sabio Cajal ante sus preparaciones micrográficas se distingue esencialmente de la vivencia del ¡ajá!, del inventivo Sultán ante sus cañas empalmadas?

No con ánimo de resolver para siempre estos problemas, pero sí con el propósito de responder con cierta precisión intelectual a las preguntas que nos formulan, habrá que seguir pensando sobre ellos. No me parece descabellado suponer que entre los lectores de este diario hay no p1bcos a quienes preocupa lo que en último término quieren decir cuando a sí mismos se llaman hombres.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_