Cuarenta millones de oyentes
PEDRO ALTARES
Alfonso Guerra, al inicio de la legislatura socialista, en expresión ya legendaria, afirmó que él estaba en el Consejo de Ministros "de oyente". Mucho tiempo más tarde, concretamente después de las vacaciones del pasado verano, el portavoz del Gobierno, Eduardo Sotillos, acuciado por las preguntas de los informadores respecto a los temas candentes de la política, afirmó que el Consejo de Ministros "no era una tertulia sobre temas políticos de actualidad". Se trata, sin duda, dada la personalidad y significación de ambos, de dos importantes testimonios de cómo se está haciendo, o de cómo no se está haciendo, la política en España desde que los socialistas llegaron al Gobierno, va a hacer pronto dos años.Aun aplicando un cierto coeficiente de reducción, debido al estilo personal -en este caso, literario-humorístico- de sus autores, es evidente que las dos frases plantean una importante y sustantiva problemática que está aflorando nítidamente en estos días, cuando tantas cuestiones planteadas (negociación o diálogo con ETA, postura oficial ante la OTAN, problemática autonómica, etcétera) penden sin respuesta y sin que la opinión pública encuentre interlocutores para satisfacerlas. Porque si el vicepresidente del Gobierno no hace política, al menos en el seno del Gabinete, y si el Consejo de Ministros no se ocupa de los temas directamente políticos (lo que semanalmente se confirma con la referencia oficial de lo tratado) que están en la calle, ¿quién dirige la política de este país? Hay una respuesta obvia: el presidente. Obvia, pero insatisfactoria. En un sistema democrático, y aceptando como bueno el peso específico del liderazgo -en este caso, indiscutible- de Felipe González, la política de un Gobierno no puede ser exclusivamente diseñada por una persona, sino que tiene que ser el fruto de un trabajo colectivo. Se supone que un ministro, y no digamos ya un vicepresidente, además de atender a las cuestiones de su departamento tiene una parte alícuota de responsabilidad en la política global, y, como consecuencia, deberá participar en el debate interno del cual deben salir las decisiones. Se entiende que la última palabra la tiene el presidente. Pero antes habrá habido una primera, y otra segunda... ¿O no? Si esto no es así, algo muy importante está fallando.
No se trata de sacar conclusiones de dos simples frases. Pero incluso dejando al lado estos dos testimonios, otros síntomas prueban o se muestran como tendencia de una excesiva identificación de la política socialista con la figura y la palabra de Felipe González. Hay una parte de lógica en ello, dada su arrolladora personalidad y su reflejo en las urnas. Pero hay que preguntarse si no se está yendo demasiado lejos y al margen de la voluntad de todos, en primer lugar del propio presidente; si no se está simplificando en demasía la naturaleza de una política que necesita un buen presidente, pero también en buen equipo. Que no es lo mismo que un buen coro. Hay temores fundados de que en los próximos meses, por parte de la derecha, va a haber una dura ofensiva contra el presidente González, buscando su desgaste. Existen ya algo más que inicios en esa dirección. Pues bien, no parece sino que se les quiere facilitar la tarea. En el fondo, mientras más se deje solo a Felipe González, convertido en el único intérprete-responsable de la política socialista, más fácil será el debilitamiento de su figura. El problema está en saber si la imagen, cada día más perceptible, es un espejismo o, lo que sería grave, un reflejo de la realidad. Porque lo cierto es que, aparentemente, pocas veces se ha tenido un Gobierno menos político que éste. Los ministros no saben o no contestan, y, por las referencias, los Consejos cada día se parecen más a una institución que, primordialmente y a veces exclusivamente, resuelven expedientes administrativos. No es precisamente estimulante saber, por ejemplo, que el Gabinete socialista como colectivo no se ha ocupado en estas últimas semanas de la cuestión de la OTAN. Por mucha confianza que se tenga en el olfato político de Felipe González y en su concepción del Estado, hay razones para creer en graves deficiencias, por decirlo de algún modo, de funcionamiento.
El sistema español es, evidentemente, bastante presidencialista, dadas las competencias que la Constitución asigna al presidente. Pero eso no excluye la existencia de otras instancias de participación y definición de la política gubernamental. Mucho más si se tiene en cuenta la propia tradición del PSOE, que históricamente se ha distinguido por la pluralidad y riqueza de sus líderes.
En fin, la llegada de los socialistas al poder no ha supuesto, como cabía prever, un aumento del debate social. La dialéctica Gobierno-oposición es otra cosa, y nace con las cartas marcadas por la ideología y los intereses de cada cual y condicionada por la desproporción en la, distribución de fuerzas parlamentarias. Es otra cosa lo que se echa en falta. Aun a riesgo de acabar siempre hablando de lo mismo, basta para percatarse de ello con ojear la nueva programación de TVE, donde los únicos programas de debate (caso de La clave) proceden de épocas anteriores.
Existen otros muchos ejemplos de esa inapetencia socialista para íncentivar o propiciar la discusión y la confrontación ideológica, tanto interna como externa. La ya famosa frase de Alfonso Guerra puede ser hoy suscrita por mucha gente. Y eso, conviene no olvidarlo, puede suponer una grave dejación de responsabilidades. La izquierda debe buscar, por el contrario, la participación como modo de profundizar en las libertades. Pero parece que estamos en un momento de acentuación y de concentración de responsabilidades en una sola persona. Malo para esa persona, por excepcional que sea, y malo para la causa que representa. Es más fácil gobernar a 40 millones de oyentes que de ciudadanos. Pero eso en democracia es imposible.
Lo que hay que hacer es ir ensanchando el siempre estrecho círculo del poder y de las decisiones. Entonces, si es que ha salido, la política debe volver al Consejo de Ministros. Y desde ahí a todos los niveles de la calle.
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