Regreso al naturalismo
Un realismo implacable preside el orden tragicómico de Buenas noches, madre, de Marsha Norman. Los relojes marcan el paso real del tiempo, el chocolate se hace de verdad en una cocina auténtica, la brisa mueve el visillo de la ventana abierta, las luces no cambian, no hay música de fondo: y dos mujeres, madre e hija, hablan directamente de una muerte inmediata. Instantes después de levantarse el telón, la hija anuncia que se va a suicidar; instantes antes de caer se cumple el destino anunciado.El diálogo consiste en la explicación de la suicida y en el intento verbal -no tiene otro medio de su madre para disuadirla. No lo consigue. La idea de tragedia, de destino previsto que se cumple, está mezclada con un diálogo cotidiano, coloquial. Hay pocas trampas visibles. Sólo una: la de arranque de la situación. No hay intentos de confundir buscando el titubeo o la sospecha de que todo pueda cambiar, no hay más justificación para el suicio que la del infinito cansancio de la vida -de una vida corriente, de una biografía como puede haber millones: mujer abandonada, hijo de la serie de los delincuentes juveniles, una epilepsia que se da como curada, una falta de horizonte, una convivencia aburrida- que, al mismo tiempo, parece absolutamente determinante.
Buenas noches, madre, de Marsha Norman, versión de Miguel Sierra
Intérpretes: Mari Carrillo y Concha Velasco. Escenografía de Amadeo Sans. Dirección de Ángel García Moreno. Estreno: Teatro Reina Victoria. 14 de septiembre de 1984.
La trampa inicial -siempre se ha dicho que los cinco primeros minutos son del autor, a condición de que luego todo se desarrolle con lógica interna- es la de que difícilmente se puede producir este anuncio de suicidio con dos horas de plazo. Lo demás es oficio, muy bien hecho: la alteración del diálogo, los relatos del pasado -y a la actualidad de fuera de escenatratados con brevedad y con alusiones simples, denotan una maestría en el antiguo arte de hacer teatro. Y la palabra antiguo no viene aquí por casualidad. Es un teatro de buena construcción, que apela al sentimentalismo directamente: esto es, un teatro menor. La probabilidad de tesis feminista de lo que puede, ser la tragedia de la mujer en la vida cotidiana no es más que una sospecha no probada. La de que vivimos una vida arrasadora y sin sentido se pierde -si es que se ha intentado- en la casuística. La tensión agota un poco, a pesar de sus respiros; a veces la misma limpieza con que se lleva el desafío de la obra de dos personajes cansa y produce un cierto desprendimiento de la acción.
Dos actrices muy buenas
Lo más interesante es la actuación directa y simple de las dos actrices, Mar¡ Carrillo y Concha Velasco: y el orden implica solamente precedencia en la veteranía: no hay concurrencia, no hay mejor ni peor. Hay solamente dos actrices muy buenas. Como las cortinas que se mueven por la brisa o el
chocolate que humea en la cocina, las dos mujeres se mueven y hablan en la situación tremenda con naturalidad. O con naturalismo. Esta palabra se ha desprestigiado demasiado en los últimos años; sin embargo, éste es un ejemplo de la enorme carga de trabajo, profundidad, sinceridad, autenticidad o emoción que requiere de los intérpretes. A veces, bajo los textos directos, se descubre un poco la escritura: puede ser defecto del original o de la versión castellana, y eso reduce la enorme fuerza coloquial de la actuación. Pero no es frecuente. Naturalmente, no ha habido nunca realismo o naturalismo tan exacto que nos hagan olvidar que estamos en el teatro -y esa es la fuerza real del teatro: su doble fondo-, y así sucede con la obra y la interpretación. Las dos actrices recibieron lo mejor de las largas ovaciones en que prorrumpió el publico después del tenso silencio de la obra. Incluidos en ella estaban García Moreno, el director que ha trabajado con tenacidad este naturalismo sin resquicios -con el escenógrafo Amadeo Sans- y el dramaturgo Miguel Sierra, por su versión y por el original de Marsha Norman.
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