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Juan Pablo II y la 'teología de la liberación'

La decisión de Juan Pablo II de enfrentarse al mundo latinoamericano en el campo teológico puede sorprender. ¿No fue este Papa acaso quien ha dado el visto bueno en Puebla a expresiones tan clásicas de la teología de la liberación como el concepto de pecado expresado en la estructura misma de las instituciones? La teología de la liberación no utiliza al marxismo de una manera más sistemática o más radical de lo que se utilizó en Europa a partir de los años cuarenta. Más bien, y aquí reside la diferencia respecto de todos los cristiano-marxistas europeos, tiende a incorporar el método marxista (a fin de cuentas, reducirlo a una técnica, a un medio de análisis, representa ya una notable reducción en su situación) en una visión que considera a la Iglesia misma como objeto.El pueblo que se libera no es la clase de Marx, es el pueblo del éxodo: para hallar un precedente de esta relectura política del Antiguo Testamento es suficiente remitirse a los espirituales negros de Estados Unidos, los más alejados aún hoy de cualquier lectura marxista de la realidad. Mientras los cristiano-marxistas europeos han utilizado el cristianismo para hallar su legitimación en el seno del movimiento de clase, los teólogos latinoamericanos no tuvieron dudas para concretar un nuevo sujeto político, el pueblo, cuya expresión histórica, cuyo agente político institucional ha sido el cristianismo, la propia Iglesia.

Hay un abismo entre quienes en Europa trataban de ser admitidos en el universo de la clase liberadora y quienes en América Latina parten del concepto de que la clase y el partido de clase han sido superados hoy. Pese a que también en América Latina existen partidos comunistas, e incluso un régimen como el cubario, la idea de la liberación del pueblo concebida en términos de acción de masas y de consenso social ha sido la única idea política con futuro. Lo hemos visto en Argentina, y el movimiento de masas, bajo esta forma, sigue en vigor en Chile, en Uruguay, en Brasil. Este es, sin duda, el nuevo hecho político, en el que la figura del pueblo (y por si fuera poco, la del pueblo de Dios, de un pueblo teóforo, portador de Dios) aparece como una novedad política de primer plano que la politología europea no ha valorado todavía.

Podría pensarse que ningún líder político en el mundo está tan cualificado como el papa, Wojtyla para comprender un discurso semejante. ¿Qué es Solidaridad sino un movimiento popular, una acción de masas cuya presencia eclesiástica ofrece solicitaciones de no violencia y proporciona ocasión de diálogo y de meditación con el poder? En ninguno de los países en que se ha intentado llevar a cabo la operación, ésta ha resultado victoriosa, al menos sí consideramos que la victoria consiste en la toma del poder.

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Pero en todos los países, de América Latina a Polonia, la operación ha fijado un objetivo límite popular, una presencia de la sociedad como autónoma y diferente respecto a la figura institucional del Estado y a la praxis del nexo con el poder. Entonces, ¿por qué lo que es lícito en Varsovia no lo es en Brasil?

El argumento teológico es un argumento pobre. Si hubiese que buscar contaminaciones ideológicas, el nacionalismo, incluido el nacionalismo polaco, podría ofrecernos unas cuantas. Por otro lado, la Iglesia católica se ha guardado muy bien siempre de practicar un culto excesivo de la pureza doctrinal en sus alianzas políticas y en los nexos culturales que legitimaban tales alianzas.

Las claves del enfrentamiento que ha surgido entre el Vaticano y una parte notable de la Iglesia latinoamericana no deben buscarse en la teología, ni siquiera en la forma política de los movimientos que han formado la apoyatura histórica y la ocasión de esa teología.

El conflicto es, sin duda, político; pero no es de política laica, es de política eclesiástica.

Después del Concilio Vaticano II, la Iglesia católica se halló frente a un dilema fundamental: abandonar el sistema romano -es decir, la concepción rigurosamente jerárquica del poder, centrada en la figura del Papa- o abrirse a una relación distinta entre Iglesia local y primado romano, por un lado, y entre conciencia personal y autoridad eclesiástica, por otro. Para la Iglesia de Roma se trataba de efectuar el giro cualitativo, ecuménicamente hablando, de enfrentarse con el concepto de autonomía de la Iglesia, propuesto por la ortodoxia oriental, y con el tema de la libertad de la conciencia cristiana, que es el legado del protestantismo occidental.

La reforma de la Iglesia que se iniciaba después del Concilio Vaticano II significaba una revisión radical de esa dimensión del catolicismo que, sin ser la única, se había hecho predominante, hasta el punto de que constituía la imagen pública de aquél. ¿Podía el Papa destruir el papicentrismo de la Iglesia católica salvando la esencia del catolicismo, o, mejor dicho, mostrando que el catolicismo es, en realidad, algo más y algo distinto que la mera práctica del primado de la sede romana como concentración total de autoridad y de poder? En hacer frente a este problema fracasó precisamente el aggiornamento -o puesta al día- conciliar, precisamente porque se trataba de algo más que de un simple aggiornamento. Y fracasó pese a que en todas las comuniones separadas de Roma se produjo un nuevo despertar, gracias al Concilio Vaticano II, de algo así como una nostalgia de: Roma, es decir, como si se hubiera comprendido que en la tradición romana había algo más que papismo.

Si observamos ahora la diferencia entre el lenguaje polaco de la Iglesia y el de la teología de la liberación latinoamericana se nota que la diferencia reside precisamente en que en esta última se ha condensado el rechazo que Roma ha hecho de su propia reforma. La Iglesia latinoamericana subraya fuertemente su especificidad de Iglesia local, mientras que la Iglesia polaca, en especial ahora, con un Papa polaco, subraya su romanidad; esto se debe, sin duda, a la especificidad de una situación aplicable a una Iglesia que vive en el socialismo real. Pero, asimismo, esta especificidad confiere un aspecto diferente a su expresión y a la defensa de la dimensión popular, dimensión fuertemente eclesiocéntrica, antes bien, decididamente ligada a una acentuación de la jerarquía. El Papa y el primado son la Iglesia de Polonia.

Además, la teología de la liberación latinoamericana y la experiencia de la Iglesia evidencian más todavía la elección personal, la decisión de los individuos en una lucha política que asume formas menos monolíticas, más variadas y multiformes. Dicho de otra manera, coloca en primer plano a la figura del sacerdote que lleva a cabo una elección política. Y esto acaba profundizando las crisis del sistema jerárquico romano, que se basa a sí mismo en la disciplina, en la solidez del sistema jerárquico. Esto es aún más grave si constatamos que en América Latina las figuras dominantes en la lucha de liberación son las grandes órdenes religiosas, que, precisamente gracias al primado romano, consiguieron una sustancial independencia respecto de la jerarquía local.

No es casualidad que el mayor conflicto, cuyo epicentro era sin duda América Latina, se produzca precisamente entre el papa blanco y el papa negro, entre Wojtyla y Arrupe. ¿Qué surgirá de esta crisis? El interrogante fundamental tiene que ver no con la teología de la liberación, sino con la esencia de la Iglesia católica. ¿Esta esencia es inseparable del sistema romano, es decir, de la concepción de la concentración de todos los poderes salvíficos en el obispo de Roma? ¿O bien es posible que la Iglesia romana, como Iglesia más antigua, pueda llegar a convertirse en el punto de referencia de una comunión universal libre de las iglesias y de los cristianos? De la elección que efectúe Roma, de la lucha que se combate en América Latina en torno a los temas de la Iglesia de Roma depende no sólo el futuro del catolicismo, sino el destino eclesiástico del cristianismo. Es posible que la teología de la liberación no sea gran cosa, pero lo que sí es cierto es que desde hace siglos se vienen acumulando los problemas, y el Concilio Vaticano II indicó que podría hacérseles frente y resolverlos de una manera distinta.

Desde ese momento el problema quedó planteado, y hemos de recordar que también las mechas pequeñas pueden servir de detonantes.

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