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Tribuna:Homenaje al poeta Alfonso Costafreda en el décimo aniversario de su muerte
Tribuna
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Exageradamente maldito

En alguno de los últimos cursos académicos de aquellos años cuarenta de infausta memoria, tal vez en el otoño de 1948, cayó como un meteorito sobre nuestras rutinas de jóvenes intelectuales, refugiados en el bar de la vieja universidad inoperante y en. los apolillados salones del Ateneo, el poeta leridano Alfonso Costafreda. Era un personaje contradictorio, de impostación lautremoniana, más bien maldoroniana, poeta exageradamente maldito, doblado de un realismo y de una sensatez también exagerados. Exageradamente, también fingía un absoluto desinterés y fanfarroneaba de una radical ignorancia de todo aquello que no fuera poesía moderna de Baudelaire por acá, un para acá que para él rozaba una contemporaneidad que nosotros, poetas provincianos y de formación clásica y extranjera, ni siquiera sospechábamos. Para nosotros, la historia de la poesía respetable terminaba en 1939 y en la dispersión y el exilio de nuestros abuelos, los escritores de la generación del 27. Costafreda llegaba de un Madrid con otra vida literaria, también provinciana, pero otra, y nos aseguraba que la poesía española había continuado viva a pesar de las apariencias y de los ejemplos en contrario de la literatura oficial. Yo creo que ese Costafreda recién premiado con el primer Premio Boscán, autor de un libro que sería prácticamente la mitad de su obra, Nuestra elegía, súbitamente restituido a la cultura barcelonesa, fue durante un breve tiempo muy importante en el seno de mi generación literaria y lo fue, entre otras razones, en su función de primer vínculo con lo que nosotros llamábamos entonces la escuela de Vefindonia, la literatura respetable que sobrevivía alrededor de Aleixandre y en medio de los aceitosos vapores de la cultura de colegio mayor.Burbuja de marginación

Después de Nuestra elegía, que fue saludada con admiración y con rabia en los distintos mundillos literarios, el malditismo de Costafreda se agudizó, y se acentuó aún más en sus exilios europeos y en su residencia ginebrina. Su vida privada se volvió patética y su producción literaria, exquisita y escasa, pero el agravante más activo era, como suele ocurrir en esos casos, el claro rechazo de la sociedad literaria, que lo envolvió en una burbuja de marginación, dejó de citarlo y lo excluyó sistemáticamente de todos los recuentos y todas las antologías, injusticia que Costafreda soportó muy mal. Separado de todo y de todos, de su país y de la mayor parte de los que seguían considerándose sus an-ligos, escribía para nadie. Algunas plaquetas y un libro, Compañera de hoy, publicado casi clandestinamente, pasaron inadvertidos. Había puesto mucha esperanza en el último libro, de título premonitorio, Suicidio y otras muertes, que estaba en galeradas cuando nos dejó.

Yo le vi con frecuencia a lo largo de esos muchos años de exilio, en España, en sus periódicas vacaciones, y en Ginebra, ciudad a la que me desviaba en muchos viajes europeos sólo para verle. Compartí ese privilegio con José Ángel Valente, su vecino en Suiza, y con el fidelísimo Jaime Ferrán. Creo que con nadie más; éramos sus únicas relaciones literarias en España. Según parece, fue amigo, de René Char. Costafreda había estado en Barcelona pocas semanas antes de su muerte y me enteró con detalle de la situación francamente difícil por la que atravesaba. Me dejó muy inquieto y le busqué a propósito, pero sin fortuna, en Ginebra pocas fechas antes del que había de ser el día final. Informado del inesperado desenlace, acudí al funeral pocos días después. No logré esclarecer las circunstancias de la muerte, y me volví con la impresión de que quienes pudieran saber algo de ellas mentían, y no precisamente por piedad. Tampoco Valente había conseguido esclarecerlas. Me traje también de regreso un maletín con todos los papeles que pude encontrar. No había inéditos ni documentos de mucho interés. Me consta que existió una carta, un largo texto dirigido a alguno de sus amigos, que no llegó a enviar y que habían hecho desaparecer.

Algo así como un año después de la muerte me llegó de Suiza una urna con las cenizas. Tras muchos y ridículos trámites para obtener los permiso s, las aventé en alta mar, como el poeta había querido. Lo hice a la vela, arrojándolas por la aleta de sotavento en una amplia virada por redondo, en círculo, como el carro de Aquiles. Fueron testigos Jaime Ferrán y dos viejos amigos y paisanos leridanos que quisieron asistir a la ceremonia.

Yo no sé si es ya tarde y, por tanto, demasiado pronto para reparar la injusticia cometida por todos con la poesía de Alfonso Costafreda, hasta ahora ignorada con tanto encono, pero quiero decir que estoy convencido de que se trata de uno de los intentos más originales y exigentes de elocución poética de la que ya todo el mundo llama la generación de los años cincuenta.

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