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Tribuna
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Los nacionalismos internos y el futuro de las autonomías

Para empezar, unas consideraciones generales. La primera, que exige rendirse a su evidencia: los nacionalismos son una de las más poderosas fuerzas de la historia. Al fin y al cabo, la historia de la humanidad no es sino el recorrido en el tiempo de unas comunidades, unos pueblos, unas naciones, que alternativamente convivieron y mutuamente se enfrentaron. Aun los tan resaltados intereses de clase se suelen subordinar, cuando llega el momento, a los intereses nacionalistas. Ya en la primera guerra mundial se pudo apreciar cómo "los proletarios de Alemania se unían para luchar contra los proletarios de Francia", y a la inversa. Y el fenómeno se ha venido repitiendo.Aún hoy los mayores focos de tensión que amenazan al mundo y perturban la paz siempre conllevan un problema de identidad y reivindicación nacional, cuando no una confrontación entre los dos nacional-imperialismos que se reparten el mundo. También es sabido que los intereses nacionales son capaces de enfrentar entre sí a los países que se llaman socialistas.

En definitiva, debemos de partir de una constatación histórica: la fuerza y persistencia de los sentimientos e intereses nacionalistas. Posiblemente es algo ligado a la propia estructura humana y, por tanto, de alcance universal y reiteración constante.

En este sentido hay que señalar que el nacionalismo nace de algo tan general como es el sentimiento de sentirse perteneciente a una comunidad, formar parte de la misma, experimentarse como ligado a su pasado y su futuro. Es también esa conciencia colectiva que afirma los particularismos de una comunidad, un pueblo, y que sirve, políticamente, para movilizarlo en pro de su realización como tal. Aunque cada movimiento nacionalista es un fenómeno único, distinto, puesto que con él, al fin y al cabo, se legitima la diferenciación de la propia colectividad que lo hace posible, también es cierto que pueden establecerse algunos rasgos comunes, con los cuales incluso intentar clasificarlos.

Por lo pronto, hay un nacionalismo dogmático, etnocéntrico, excluyente, tribal. Nadie puede negar los graves riesgos de este nacionalismo: cerrazón ideológica (nuevas formas de neotribalismo y racismo) agresividad frente al contrario, totalitarismo político. En definitiva, muchos de los rasgos de lo que pueden definirse como actitudesfascistas encuentran fácil caldo de cultivo en este nacionalismo.

Pero también hay un nacionalismo abierto, solidario, pero al mismo tiempo emancipatorio y liberador, que sólo pretende conseguir el suficiente nivel de autonomía (política, económica y. cultural) como para realizarse como pueblo. El primero es un nacionalismo agresivo, expansivo, hegemónico o imperialista. El segundo es un nacionalismo abierto, universalista, liberador y progresista.

Un tema complejo

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Hay otro fenómeno, no menos interesante, que pudiéramos llamar de los nacionalismos internos. Son éstos los que surgen en el seno de algunas naciones-Estados, precisamente las que como tales tienen una mayor tradición histórica: por ejemplo, Francia o España. Me refiero a los nacionalismos bretón, normando o corso; o a los catalán, vasco, gallego, andaluz, etcétera.

El problema que se plantea es el siguiente: ¿tienen sentido hoy estos nacionalismos, precisamente en un mundo cada vez más interdependiente, más unificado económicamente, más supranacional? El tema es complejo, y no puede despacharse con unas cuantas afirmaciones simplistas.

Por una parte, nadie puede negar que España está constituida por un conjunto de pueblos con características propias bastante diferenciadas y, sobre todo, con problemas e intereses que suelen ser también bastante específicos. Y si esto es así, la mejor forma de integrarlos es mediante -la federación de los mismos, respetándoles el máximo de autonomía, y no uniformándolos, centralizándolos, rigidificándolos, en una construcción jacobina del. Estado. Ya se sabe que, en este sentido, controles demasiado forzados suelen ser contraproducentes, puesto que despiertan reacciones contrarias -mucho más radicales- de escisiones o separatismos. De aquí que el Estado de las autonomías sea, con toda seguridad, la mejor solución que pueda darse a esta condición plurinacional que posee España.

Ahora bien, encauzar un nacionalismo es hacerlo válido, a la altura de nuestro tiempo histórico, y desprenderlo así de todo rasgo de egocentrismo racista trasnochado. Y un nacionalismo válido es todo movimiento ideológico, social y político que pretenda un determinado grado de autonomía -autogobierno- para su propia comunidad diferenciada. O sea, aspira ala autonomía necesaria para mejor realizarse como pueblo. El grado de autonomía no tiene por ' qué ser, pues, la independencia, con la consiguiente plena escisión.

Solamente bajo estos supuestos pueden entenderse hoy su razón de ser- los nacionalismos internos, periféricos, que existen actualmente en España. Entre otros motivos, porque sería absurdo verlos de otra forma, cuando vivimos en un mundo cada día más interdependiente. Incluso puede afirmarse que la, autodeterminación como principio absoluto es, desde todos los puntos de vista, por supuesto el filosófico, un concepto, más que discutible. Todo, y todos, estamos en buena parte condicionados. No existe la soberanía plena, ni siquiera a nivel personal, mucho menos al económico y político. Lo más que se puede conseguir es hacer efectiva una autonomía dentro de un contexto, dentro de un ecosistema. El gran principio ecológico, válido a nivel cósmico, es aceptar que "todo está relacionado con todo; que todo actúa y retroactúa sobre todo". Hoy el reduccionismo está en crisis total, y en cambio predomina el paradigma de la complejidad ecosistemática, el modelo retroactivo. Aplicado a la política quiere decir que sólo se puede aspirar a un determinado grado de autonomía dentro del conjunto de que se forma parte. En nuestro caso, España.

Riesgo de colisión

No puede dudarse, sin embargo, del peligro potencial que todo nacionalismo entraña -y, por supuesto, tampoco los internos pueden librarse de ello- de exacerbarse hasta alcanzar cotas fascistoides. Hay un nacionalismo españolista furibundo, fanatizado, como hay también un nacionalismo vasco, o catalán, o, gallego -más raramente andaluz- también fanatizado, y ambos pueden entrar en colisión. Entender bien el Estado de las autonomías significa precisamente no dar lugar a que, así ocurra.

Lo que sí se está produciendo en el panorama político de España es un preocupante fenómeno que no puede pasar inadvertido para cualquier observador: mientras se afianza políticamente el nacionalismo en Cataluña y País Vasco con el triunfo de CiU y PNV, respectivamente, para el resto del país se está propagando un evidente descrédito de las autonomías.

Raro es el día que no aparece en la Prensa alguna nueva información sobre los derroches, la ostentación, incluso las insinuadas corrupciones de que algunos Gobiernos autónomos están dando pruebas. Y aunque ciertamente nadie puede negar que ello sea así, también es claro que no prueba nada en contra de dichas autonomías, sino de los gestores de las mismas; es decir, de los políticos que, en su mayoría del PSOE, están demostrando su irresponsabilidad y -yo diría más- su carencia casi absoluta de una verdadera conciencia nacionalista. Como no saben o no pueden qué hacer con la autonomía, se dedican a usar y abusar de un poder institucional que se les ha venido a las manos, casi "les ha caído del cielo". La gran contradicción, la inmensa paradoja que se está produciendo, y que justifica el aparente fracaso del Estado de las autonomías, es que gran número de ellas están regidas por un partido de ámbito estatal, centralista, que al mismo tiempo gobierna en Madrid. Lo que supone la negación misma de toda posibilidad de autonomía; lo que las convierte en autonomías contra natura.

La división de España

A raíz de esta situación se está produciendo un hecho grave: la división de España.Y no entre las 17 comunidades autónomas como muchos temían, sino entre las autonomías fuertes política y económicamente (Cataluña y Euskadi), por un lado, y de otro, las autonomías contra natura, débiles sobre el papel, que constituyen el resto de España. Al fin y al cabo, es la división clásica entre la España rica, desarrollada, y la España pobre, subdesarrollada. La primera, con poder autonómico fuerte; la segunda, con poder autonómico maniatado, debilitado, por no decir sojuzgado. Y todo ello en el contexto de una grave crisis económica, en el curso de un proceso de reconversión industrial y cuando la reindustrialización se va a promover -casi indefectiblemente- en el triángulo de siempre: Madrid, Barcelona y Bilbao. Precisamente los tres núcleos con fuerza política.

El resto -ya digo- con unas autonomías descafeinadas, políticamente débiles, sometidas a la disciplina del partido que dirige desde Madrid. Y, sobre todo, con unas autonomías a las que desde el poder central se les intenta desacreditar dentro de sus respectivos ámbitos, con objeto de que pierdan el favor público -poco o mucho- que hasta aquí pudieran haber tenido.

El futuro Estado de las autonomías exige que no se produzca ese desequilibrio entre comunidades fuertes política y económicamente -dominadas por partidos nacionalistas propios- y comunidades débiles política y económicamente, -dominadas por partidos españolistas, estatales, como son PSOE y AP.

Solamente cuando comiencen a ser fuertes, hasta convertirse en hegemónicos, sus respectivos partidos nacionalistas -en Andalucía, en. Galicia, en Canarias, Valencia, Asturias, etcétera- se podrá pensar en un Estado de las autonomías equilibrado. Y entonces también podrá ofrecerse una alternativa válida, autonomista, consensuada, a ese bipartidismo más o menos imperfecto, pero cierto, a que algunas fuerzas centralistas pretenden reducirnos..

Entonces será posible la otra alternativa, la de los nacionalismos internos, periféricos; la de los nacionalismos sanos, válidos, a la altura de nuestro tiempo histórico, como vía para alcanzar una democracia más participativa, y las consiguientes autorrealizaciones que como pueblos diferenciados cada uno pretende. Y ello sin afectar a esa famosa unidad de España, que indudablemente no es sagrada, pero sí histórica, consolidada en muchos siglos de vida en común.

José Aumente es neurólogo, psiquiatra y escritor.

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