Aire del héroe mitológico
Al principio tenía aspecto de héroe mitológico, ese tono de ario un poco crapulesco con que Hollywood imagina a los conquistadores de la antigüedad clásica, macedonios o atenienses, romanos o galos, eso es indiferente, sobre todo cuando la geografía y la historia se filtran a través del prisma de una de las grandes productoras. A Burton, el espectador de la época lo asociaba con la falda corta, el espadón al cinto y el caballo siempre presto. A su alrededor, centenares de tiendas y miles de legionarios dispuestos a guerrear con quien hiciera falta.Ese baño por el pasado era peligroso y no todos los actores salían bien librados de la experiencia. A algunos, la cabellera rubia acababa por no servirles de nada, ya que lo que se recordaba era el penacho con que culmina el casco del centurión. Burton, de la mano de Liz Taylor, abandonó el Peplum para convertirse en un híbrido nuevo: el star-actor. A partir de aquí, ya nunca se supo si tendía a sobreactuar porque lo suyo el verso sakhesperiano, o si daba más serisación de sentirse destrozado a causa de que una star se adapta mal a proyectos intelectuales. En cualquier caso, el color del pelo cedió su condición de estandarte a la cabezota y el whisky, y el nuevo y escandaloso matrimonio se empeñó en rodar cintas que pudieran entenderse como psicodramas -Boom, ¿Quién teme a Virginia Woolf?, etcétera-. Las revistas del corazón convirtieron a la pareja en protagonista de la jet society y ya nadie discutía sobre su valor profesional, que bastaba con demostrarlo en hoteles, casinos y joyerías.
Durante la década de los sesenta, Richard Burton ve cómo secuestran su prestigio profesional gentes estúpidas e incompetentes, que le prefieren en sus interpretaciones mediocres y olvidan cómo se transformó en espía creible, en ese burócrata del heroísmo inventado por John le Carré para El espía que surgió del frío. El equívoco se mantendrá durante el tiempo que dure el tormentoso matrimonio para que luego él aborde una carrera en solitario en la que no faltan notorios fiascos, casi siempre multinacionales, de esos en los que comparte el riesgo estelar con una belleza yugoslava bajo la dirección de un griego afincado en Roma al que produce, desde Hollywood, algún émulo de Ponti o de Laurentis.
La televisión, vio en Burton el Wagner ideal. Con patillas, boina y batín el actor galés se transformó en genio musical alemán, en una serie lujosísima e insoportable, en la que se daban la mano Solti y Vittorio Storaro. Este último, aunque los títulos de crédito tan sólo le responsabilizan de la fotografía, debió ser quien dirigió realmente, ya que los personajes desaparecieron tras un recital de contraluces, filtros y suntuosos movimientos de cámara sobre no menos suntuosos decorados. Wagner fue quizas la última jugarreta que le gastó la imagen a Richard Burton. Su Wagner se recuerda más por las fotos de rodaje o publicitarias que no por su trabajo como intérprete. En realidad, Richard Burton y el cine coincidieron en muy pocas -aunque memorables- ocasiones y el resto de encuentros fueron equívocos y confusiones.
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