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Del dicho al hecho

Desde la renovación del PSOE en 1974 pueden distinguirse tres etapas claramente diferenciables. La primera llega hasta el 282 Congreso, en mayo de 1979; se caracteriza por un desajuste creciente entre los contenidos ideológicos elaborados en los años de oposición al franquismo -una mezcolanza de elementos de la vieja izquierda adobados con la salsa picante del movimiento antiautoritario de 1968- y la política realista que es preciso llevar adelante, dado el protagonismo que las primeras elecciones democráticas, en junio de 1977, otorgan al partido. La segunda se extiende desde el 28º Congreso bis hasta el arrollador triunfo electoral del 28 de octubre. El mérito de esta etapa consiste, por un lado, en haber elaborado una alternativa de izquierda desprendida de cualquier dogmatismo y acoplada a las condiciones peculiares de la fragilidad de la democracia española, sobre todo en tiempos de honda crisis económica, y por otro, en haber realizado una oposición responsable, anteponiendo los intereses globales de Estado (consolidación de la democracia) a cualquier perspectiva egoístamente partidaria. La tercera etapa empezó con el primer Gobierno socialista en tiempos de paz y acabará el día en que los socialistas dejen de contar con una mayoría suficiente para mantener un Gobierno monocolor.Un hecho significativo al que bien vale dedicarle un artículo consiste en que el Gobierno ha ido distanciándose progresivamente del programa elaborado en la etapa anterior, que sin duda en algo contribuyó a la victoria del 28 de octubre, aunque los programas, por mucho que a algunos nos duela, no suelen ser factor decisivo en una contienda electoral. En las democracias occidentales, a las que queremos homologarnos, puede comprobarse, por un lado, la imprecisión de los programas electorales (cuanto mejor asentado un partido, más impreciso su programa) y, por otro, el trecho enorme que va del dicho al hecho. Seguro que más de un dirigente socialista estará arrepentido de la ingenuidad política que delata el haber hecho algunas promesas puntuales, pero el oficio se aprende con la práctica y además resultaba difícil, después de haber acusado con toda razón al anterior partido gobernante por la falta de un programa concreto, presentarse como alternativa válida pecando del mismo defecto. Algo ya puede preverse: pasarán décadas hasta que un partido con posibilidad de llegar al poder se atreva a hacer promesas verificables.

Importa poner de relieve las diferencias entre lo programado en la oposición y lo realizado en el Gobierno, no con la intención acusadora de que no se ha hecho todo lo que se pretendía (que cada cual recurra a su experiencia personal y confiese cuándo, si alguna vez, ha logrado cabalmente lo que se proponía), sino como índice de las dificultades reales con las que se enfrenta el Gobierno.

En la segunda etapa de las mencionadas, el partido socialista diseñó una estrategia de izquierda moderada, teniendo muy presente la fragilidad extrema de la situación. Algunos parecen haber olvidado los meses trágicos que transcurrieron desde el 23 de febrero de 1981 al 28 de octubre de 1982: no podía descartarse un nuevo descalabro de la democracia española. El principio básico de la política del PSOE no podía ser otro que sostener y luego consolidar la democracia en España. Principio rector a la hora de establecer un programa de gobierno; principio rector a la hora de llevarlo a la práctica, que nada ha perdido de su vigencia; principio que une a todos los socialistas, sea cual fuere su corriente, y a éstos con la inmensa mayoría del pueblo español. Es éste el primer objetivo, indiscutido y primordial, de una estrategia socialista; todos los demás -dar una salida a la crisis económica, ampliación de las libertades civiles, reforma de la Administración pública, puesta en funcionamiento del Estado de las Autonomías, definición de una política exterior propia- hay que enjuiciarlos y encauzarlos en relación con este objetivo fundamental de afianzar definitivamente la democracia en España.

Mientras no se haya erradicado por completo el terrorismo y quede la menor duda sobre la subordinacíón de las Fuerzas Ar

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madas al poder civil, sea cual fuere la decisión que tomen los órganos constitucionalmente competentes, el Estado democrático español es débil, con un campo muy restringido de acción tanto en el interior como en el exterior. Nadie puede ignorar estos condicionamientos, aunque sea el Gobierno el que los perciba más directamente, a la vez que el único que no puede alegarlos en su descargo, ni siquiera mencionarlos. Tengo por seguro qué estos dos temas han acaparado la mayor parte de las energías del presidente. Si en esta legislatura consiguiera, si no eliminarlos, por lo menos reducirlos a un mínimo soportable, habría cumplido con el objetivo principal: consolidar la democracia en España. De hecho, en lo que concierne a la estabilidad de las instituciones democráticas, el ciudadano se siente cada vez más seguro, hasta el punto de que ha elevado sensiblemente el nivel de exigencias; es síntoma tan encomiable como esperanzador, siempre que no se olviden estos condicionamientos ni se minimicen los peligros, todavía amenazadoramente presentes.

En este marco hay que enjuiciar la labor del Gobierno, dejando constancia de las correcciones operadas, indagando sus posibles causas, pero sin caer en la fácil demagogia de justificar evidentes deficiencias o errores de bulto apelando a los condicionamientos señalados. El objetivo principal es la consolidación de la democracia; controlados sus enemigos acérrimos, dos cuestiones se plantean prioritariamente, sin cuya solución el nuevo régimen democrático podría desmoronarse: la lucha contra el paro y la reconstrucción de un aparato estatal eficaz y económico congruente con las autonomías. De ellas depende en tanto o en mayor medida que de las anteriores el futuro de la democracia española.

En ambas se observan no sólo modificaciones sustanciales respecto a los criterios elaborados en la oposición, sino también una muy distinta capacidad para encarar los problemas. El mensaje electoral más ampliamente recogido es que la lucha contra el paro iba a constituir el eje central de la política económica, llegando incluso a la ingenuidad de cuantificar los resultados previstos en forma de promesa electoral. Pronósticos tan optimistas provenían de un modelo keynesiano, que confiaba en la capacidad del sector público como motor del relanzamiento. Hay que decir para descargo de las personas implicadas que uno fue el equipo que diseñó el programa económico y otro muy distinto el encargado de llevarlo a la práctica. El equipo económico en el poder no tomó en consideración el modelo diseñado, ciñéndose a una política rigurosamente ortodoxa (prioridad a la lucha contra la inflación y contra el déficit público) y dipuestos a asumir el paro que se produjese. Habría que empezar por asentar la economía española sobre bases sólidas, depurando el sistema productivo, tanto público como privado, con la esperanza de que cuando mejore la coyuntura internacional nuestra economía reaccione positivamente. La ingenuidad implícita en este esquema consiste en suponer que en un plazo medio, aun dándose las mejores condiciones, la economía española podrá reabsorber el paro en proporciones significativas o la sociedad tolerar un paro de dos cifras por tiempo indefinido.

En todo caso, el equipo económico del Gobierno, estemos o no de acuerdo con la política emprendida, da la talla, cosa que lamentablemente no se puede decir del equipo encargado de la reforma de la Administración y de las autonomías. La política autonómica proyectada está contenida en los acuerdos autonómicos con UCI), que luego se plasma en la LOAPA. La sentencia del Tribunal Constitucional cuestionó en parte este proyecto sin que hasta ahora pueda percibirse otra política que una de espera y de parches, algunos, como los que conciernen a la, reforma de la Administración, más inoportunos que eficaces. El que continuemos después de año y medio de Gobierno socialista sin una política clara referente a la reforma del Estado es el factor más preocupante. Los indudables aciertos en la política de Justicia, a pesar de los reveses que ha tenido que encajar, y de Educación podrían quedar en agua de borrajas si fracasa la reforma de la Administración y la reestructuración autonómica del Estado.

En una democracia todavía prendida con alfileres los socialistas tienen un margen estrechísimo de maniobra entre dos peligros igualmente graves: contribuir involuntariamente a la desestabilización al rozar, por poco que se descuiden, alguna de las estructuras establecidas de poder; desnaturalizarse por completo, convirtiendo la necesaria política de consolidación democrática en una puramente conservadora. El reto que tienen planteado los socialistas españoles en llevar adelante con buen tino una política prudentemente estabilizadora sin desnaturalizar por completo el proyecto socialista.

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