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El viaje hacia dentro

En Ginebra, a orillas del lago Léman, muy cerca de la casa en donde habita María Zambrano, hay un pequeño parque. En una de sus plazoletas puede verse un busto de Miguel de Cervantes que el Ayuntamiento de Madrid regaló no hace mucho al de Ginebra. Creo que, en realidad, se trataba de un intercambio. Ginebra había regalado, a su vez, a Madrid la figura de otro escritor no menos sensible y universal: Rousseau. El busto de un Cervantes joven, lleno de sueños -aquel que, por decirlo con palabras de la propia María Zambrano, creó "nuestro más claro mito, lo más cercano a la imagen sagrada"-, mira en el parque a un pequeño edificio, el de una fundación cultural europea.Esta fundación creó hace unos años un premio internacional de novela destinado a grandes personalidades. María Zambrano, que tenía a su hermana enferma y que necesitaba la dotación del mismo, escribió una novela exclusivamente para presentarla a este concurso. El jurado -en el que no faltaba algún hispanista, como Marcel Bataillon- se mostró unánime hacia la obra de María Zambrano, pero había un ligero inconveniente formal: el jurado lo presidía un español. Así que se creyó que había que guardar las apariencias, la objetividad. El premio fue para un polaco, y María Zambrano, guardando su obra en el baúl de sus inéditos, olvidó el asunto.

La anécdota es significativa porque pone en evidencia la lucha por la vida de esta mujer, que siempre deja a salvo su valentía y su dignidad creadora. En realidad, ella sabía muy bien que escribía por razones mucho más profundas y más graves que las que iban a servir para ayudar a un familiar necesitado. Escribir, para ella, era y ha sido siempre "defender la soledad en la que se está". Escribir era, además, "descubrir el secreto y comunicarlo". No había hecho otra cosa, al escribir un nuevo libro, que salir de sí misma para comunicar lo secreto; aunque el mensaje de una obra corra el riesgo de ser doblemente secreto si ésta es mal difundida o se mantiene inédita.

¿De dónde nace esa necesidad de soledad de la que brota la necesidad de escribir, de la que brota la palabra y su revelación? Probablemente nazca de la huida de los humanos, de una huida obligada y consciente al mismo tiempo. Huida obligada porque María Zambrano deja España, como tantos otros intelectuales, al finalizar la guerra civil y emprende un continuo peregrinaje por diversos países de América y de Europa. Huida consciente porque ella nos ha dicho que "sólo en soledad se siente la sed de verdad". Y la verdad es aquello por lo que siempre ha luchado su palabra. Búsqueda de lo oculto, pero en la medida en que lo oculto sea reflejo de lo verdadero, de la autenticidad que transfigura la realidad cotidiana.

Dos tipos, pues, de huidas -obligada y consciente- hacia el centro de sí misma. Dos huidas para un mismo viaje con distintas etapas: México, Cuba, Puerto Rico, Francia, Roma, La Piéce (Jura), Ginebra... En Roma, concretamente, parece encbntrar María Zambrano esa soledad poblada y sonora que sólo comunican las ciudades abiertas, de sentido universal. Es obvio que también en la gran ciudad se puede hallar la soledad fértil. Y si los hombres no ayudan a despertar esa soledad enriquecedora, siempre están los animales. En Roma -como más tarde en La Piéce-, los gatos van a ser los animales que llenan las horas de María Zambrano; también los que le van a crear problemas entre el vecindario romano de la Piazza del Popolo.

Lo significativo de esta estancia italiana (1953-1964) es que no se consolidó lo que podía haber sido todo un símbolo: la invitación de Elena Croce para que María habitara La Ginestra. La Ginestra es la casita en las laderas del Vesubio, entre Torre del Greco y Torre Annunziata, donde Giacomo Leopardi fue acogi-

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do por un familiar de Antonio Ranieri. La casa donde pasó una buena parte de sus últimos días y que hoy pertenece al Estado italiano. En La Ginestra, frente al esplendor ruinoso de Pompeya y el golfo de Nápoles, Leopardi reflexiona sobre su muerte y escribe algunos de sus poemas más profundos. La casa, no lejos del cenizal volcánico y de las retamas amarillas, siguió vacía.

Para su necesidad de soledad y de verdad, María Zambrano buscó el clamor y el apartamiento de un bosque en el macizo del Jura. Y otra casita, La Piéce. A la casa que alquiló se llegaba por un túnel de árboles que entrelazaban sus copas. Allí ya no hubo problemas con los animales, pues éstos no eran sino una extensión natural del bosque. A sus paseos se unían sus gatos, y a éstos, los gatos y los perros de los vecinos, así como un gran número de pájaros. Por el túnel de verdura penetraba en la ladera y en el bosque buscando un claro donde descansar rodeada por los animales.

Si había nieve, zorros y lobos bajaban a comer de su mano. Y ella sabía mirarlos y acariciarlos. Entre ella y la lechuza protegían de los cazadores a los animales más débiles. La lechuza, con su canto, los avisaba. Ella ahuyentaba a los cazadores señalándoles el camino contrario al que había seguido el jabalí. A esta comunicación con los animales se unía la comunicación con las plantas y con las flores, especialmente con los botones de oro y con las violetas. Aquella soledad plena -sólo interrumpida por un viaje a Grecia- fue rica para la creación. En La Piéce reúne los ensayos de España, sueño y verdad, fecha el prólogo de Los intelectuales en el drama de España; ve la aparición de La tumba de Antígona y de sus Obras reunidas, y mide las palabras de Claros del bosque, su obra más depurada. Mide las palabras porque, como nos ha dicho, "el pensamiento, cuanto más puro, tiene su número, su medida, su música".

Pero, para ella, aquel refugio estaba destinado a ser el límite entre lo civilizado y lo virgen. Un día llegó a aquel apartado lugar del Jura una legión de técnicos nucleares para crear el CERN, el anillo atómico, el Consejo Europeo para la Investigación Nuclear. Se talaron encinas y hayedos, talaron parte del camino enramado, huyeron los animales, llenaron de túneles subterráneos de hormigón el campo, y el paisaje quedó con ese aire algo triste y de abandono que ahora tiene. Aire de despoblación. Ese aspecto que muestra el campo mustio y quemado, como cuando se retira la nieve y ha pasado la cellisca alpina congelando ramas y piedras.

María Zambrano dejó La Piéce y su bosque. En el pequeño cementerio, juntó a la iglesia, dejaba también el cuerpo de su hermana, que había muerto teniendo cerca un volumen de los poemas de Leopardi. Atrás quedó el paisaje como una obsesión hollada y el silencio de su hermana; silencio eterno, desprovista ya de los temores en la noche a los perseguidores de la Gestapo. María Zambrano buscó y completó otro espacio para su soledad, para su verdad, para su palabra. Dejó la ladera y el bosque saqueado, pasé junto al pequeño castillo que Voltaire habitara en Ferney, cruzó otra frontera más y llegó a Ginebra.

Pero el viaje hacia la soledad no es sino un viaje hacia uno mismo, hacia nuestro interior más profundo. A medida que ese viaje avanza, nuestra realidad se borra o se desdibuja. Y, además, si fallan los ojos, si la vista se enturbia con los años, esa realidad circundante y engañosa de cada día se borra o se desdibuja doblemente. Acaso sea por ello por lo que María Zambrano habla del lago y de su hermosura, pero ya no lo ve. ("El lago es muy hermoso, pero yo ya no salgo a verlo".)

La soledad, la verdad de la palabra de María Zambrano, han dado sus buenos frutos, obras irrepetibles -de iniciada- y, por tanto, resistentes al tiempo, y que en el tiempo hallarán su reconocimiento pleno, su justicia. Ahora ya poco importan las circunstancias que suelen rodear a la creación de una obra: las ediciones mal distribuidas o minoritarias, los libros que ella jamás releerá, los originales que debe, pero que no acaba de ordenar y de publicar.

Y, en el fondo, como un sueño, el regreso a España, en el que se entrecruzan la ansiedad con las necesidades. Ahora lo que importa es la huella de su trayectoria vital e intelectual, la autenticidad que asoma en su comportamiento; es decir, en su generosidad, en su antidogmatismo, en su sinceridad, en la abstraccióncristalina de su pensamiento. Lo que verdaderamente importa es ese viaje que no cesa de ahondarse, ese viaje hacia dentro de dignidad intachable.

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