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El fin del 'exilio' londinense de 'don Geraldo'

La última aventura de Brenan

El pudor de un nonagenario que no quería molestar[

Rosa Montero

El único pensamiento que amargaba un poco a Julia era el hecho de que su padre hubiera muerto.-Qué pena que no haya vivido para ver esto... Con lo que hubiera disfrutado el viejo.

Llovía bastante, pero todo Alhaurín el Grande estaba en la calle. Era como una verbena. Por encima del mar de paraguas negros se balanceaban los adornos festivos, un montón de farolillos encarnados. Era el domingo 20 de noviembre de 1983, el día del Homenaje a Gerald Brenan. Al fin. El padre de Julia, Álvaro Gross, había pasado los últimos 15 años de su vida escribiendo a todos los organismos oficiales perseverantes instancias en las que pedía que se le hiciera un homenaje a don Geraldo, de quien era vecino y amigo. Nunca consiguió nada. Y ahora, al fin, llegaba el día. Demasiado tarde para su padre, muerto meses atrás. Pero oportuno aún para don Geraldo, que le había sobrevivido. Ironías del destino. Don Geraldo parecía poder sobrevivir a cualquiera. Ahí llegaba ya, renqueante, arrastrando los pies, pero aun así, erguido y digno, muy elegante con su traje oscuro. La masa se agitó, rugió, aplaudió. La calle principal de Alhaurín había sido rebautizada con el nombre de Camino de Gerald Brenan, y el escritor tenía que descubrir la placa, que estaba oculta por un paño. Don Geraldo agarró el cordón, tiró. Los azulejos quedaron al descubierto. Brenan lloraba por debajo de sus gruesas gafas de anciano, de cristales opalinos. La multitud aplaudía, los farolillos encarnados bailaban al viento, los paraguas tenían un brillo de charol.

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Un mes de confusión

-Aquí todo es bonito, menos yo... -dijo don Geraldo.

Era un comentario muy típico en él. Brenan suele sobrecoger a sus interlocutores con una simple frase, que repite mucho:

-Me quiero morir.

Julia Gross recuerda que hace ya 10 años que don Geraldo dice cosas semejantes: "Me quiero morir". Es un deseo pavoroso, pero Brenan lo expresa sin truculencia. Con naturalidad, con tranquilidad. Como acostumbrado a la idea de la muerte.

Ya se lo decía a Lynda Nicholson hace muchísimo tiempo, cuando estaba terminando su Memoria personal: "Yo sólo quiero vivir hasta acabar el libro, y tres meses más, para poder corregir las pruebas. Y después, se acabó". Bueno, pues no se acabó. Tras su Memoria personal aún escribió y publicó otro libro, Thoughts in a dry season (Pensamientos en una estación seca), en 1978. Desde entonces no ha vuelto a escribir nada. Casi no ve. Tampoco oye bien. Achaques de viejo.

Claro, que antes hacía cosas. Pequeñas cosas. Cuidar de sus rosas, por ejemplo. O ayudar en las tareas domésticas. Cuando murió su mujer, Gamel, Lynda vino a vivir con él. Le ayudó en la confección de su bello libro San Juan de la Cruz. Y después le ayudó a vivir. Lynda cuidó de él y se convirtió en su verdadera familia; estaba mas unida a él que si hubieran mediado entre ellos verdaderos lazos de sangre. Brenan la quería. Es decir, la quiere. Lo mismo que quiere a Lars Pranger, un pintor sueco que era muy amigo suyo y que se casó con Lynda hace seis años. Los dos cuidan de él. Lo que sucede es que la vida cada vez es más difícil. Primero murió su hija, la hija de Brenan, Miranda. Aquello fue un golpe durísimo. Después, en 1982, don Geraldo se cayó y se rompió la cadera. Otro, en su lugar y con su edad, hubiera muerto. Brenan, que es muy fuerte, se recuperó. Pero ya no volvió a caminar como antes. Ahora sólo puede arrastrar los pies, y necesita una muleta. Se acabó el cuidado de las rosas, se acabaron los pequeños quehaceres. La vida se va achicando y empobreciendo cada día.

-Quiero morirme.

Lynda ha tenido dos hijos: Carlos, que ahora tiene cinco años, y Emily, de tres. Están en una edad imposible, son muy revoltosos, exigen mucha atención. Además, Lars viaja bastante y Lynda se tiene que quedar sola con los niños y Brenan.

Incapacitado

A don Geraldo no se le puede dejar solo, claro. Está incapacitado. Necesita constante ayuda y vigilancia. Puede incendiar la casa, por ejemplo, con sus incesantes celtas con filtro, que va dejando humeantes Y olvidados por todos los rincones. O puede quemarse él mismo: tiene toda la ropa llena de agujeros de las brasas del cigarro. Cada vez que Lynda se ausenta para hacer la compra o llevar a los niños al colegio, ha de llamar a alguien para que venga a cuidar a Brenan. No es fácil. Viven en mitad del campo, ese campo tostado y lleno de matojos. Muchas veces recurre a Julia Gross o a su marido, Carlos, que son los vecinos más cercanos; su casa esta justo al otro lado del bancal de las lechugas. Además siempre está el riesgo de que don Geraldo se vuelva a caer. Lynda es una mujer muy delgada, de poca salud, de escasa fuerza, anémica y asmática. Ni siquiera puede manejar bien el peso de Brenan, cuya envergadura, aunque muy mermada, por la edad, aún refleja la sólida complexión del deportista que siempre fue. Todo un problema.

Qué invierno más malo. En el homenaje llovió, y después no se arregló el tiempo. Con 1984 llegaron nuevos fríos, un clima desapacible y ventoso. Brenan no puede salir ni tan siquiera al porche allí donde lo alisado de las losetas proporciona una buena sujeción para sus débiles pies. Se pasa el día en la cama o en su sillón de orejas, con el gorro de lana calado hasta las cejas.

-El mejor momento es la hora del desayuno. Después de eso el día no hace más que deteriorarse e ir a peor -comenta a veces don Geraldo.

Es la rutina. Se levanta a las nueve de la mañana, desayuna, se sienta en su sillón junto al fuego, fuma un celtas. Y luego se va de nuevo a la cama. Se levanta a las once, se toma un café, se fuma otro cigarro. Y a la cama. Se levanta a la hora de la comida, almuerza, fuma, se acuesta. Se vuelve a levantar a las cinco de la tarde, toma el té -tan británico-, se sienta de nuevo en su sofá a fumar... y se acuesta. No es una vida apasionante, desde luego.

Soñar despierto

-Me meto en la cama, me subu la sábana hasta la nariz y pienso en mi juventud -dice Brenan.

Le quedan todavía algunos placeres. Pocos, porque su cireunstancia física ha restringido mucho sus posibilidades de gozo. Pero disfruta, por ejemplo, comiendo dulce de membrillo, bombones y caramelos: es muy goloso. Y disfruta, sobre todo, conversando con los viejos amigos. Le gusta mucho hablar. Pero está sordo y débil, y, por tanto, no puede seguir una conversación general: se pierde, se aburre, se duerme. Hay que sentarse cerca de él y excitarsu imaginación, dar con la llave que abre el torrente de, sus recuerdos. Porque don Geraldo refunfufía y se queja de su estado, como casi todos los longevos:

-Qué, don Geraldo, cómo estamos hoy -le dice un amigo, por ejemplo.

-Mal, muy mal. No sirvo para nada, quiero morirme.

-Las Alpujarras deben de estar preciosas ahora, está empezando la primavera... -dice entonces el amigo, cambiando de táctica.

-Ah, las Alpujarras...

Y entonces Brenan empieza a hablar, todo su mundo surge en palabras precisas y preciosas, sus recuerdos únicos de testigo y actor de la Historia, sus relaciones con D. H. Lawrence, con Bertrand Russell, con Morgan Foster, con Virginia Woolf Conserva una memoria prodigiosa, no sólo de los hechos de su vida, sino también de su erudición. A veces pierde el hilo de la conversación, eso sí.

-Lo más terrible es darte cuenta, en mitad de una frase, de que has olvidado lo que querías decir -comenta don Geraldo con melancolía.

Pero no está senil. Está simplemente viejo, muy viejo, prisionero de sí mismo, de las limitaciones de su cuerpo. De su sordera, de su visión precaria, de la extenuación nonagenaria.

-Ya no puedo leer, no veo... -gruñe a menudo, sentado en su sillón, furioso.

Pero siempre mantiene un libro a mano, cerca de él. El visitante casual apunta entonces hacia el volumen:

-¿Y este libro que tiene usted aquí, don Geraldo?

-Ah, esto... Pues está muy bien.

De modo que, a pesar de sus

quejas, sigue leyendo, sobre todo aquellas obras que tratan de Bloomsbury, es decir, de su juventud, de sus compañeros, de su propia historia. Como The loving friends, de David Gadd, que es una de las últimas obras que ha leído.

-Me pongo a leer el libro y todo trata sobre mis amigos, es una impresión rarísima -comenta don Geraldo con buen humor.

Bloomsbury ya es historia, y ni siquiera muy reciente. Pero Brenan sobrevive aún, más allá de los límites de su época. Sus amigos jóvenes, como Jackson o Ian Gibson, suelen mandarle las últimas novedades literarias. De modo que el anciano Brenan está a la última.

A veces, Lars y Lynda le sacan y le llevan a cenar a casa de alguno de sus amigos. Sobre todo a casa de Mary y Tom Kennedy, dos periodistas americanos que viven en Coín y que son muy amigos de don Geraldo. Brenan, siempre tan caballero, se pone en pie cada vez que entra una mujer en la habitación. 0 mejor dicho, lucha ímprobamente por erguirse, maniobra que le cuesta un enorme esfuerzo. Y esto lo hace incluso cuando entra Elie, la hija de 19 años de los Kennedy.

-Hola, Elie -dice don Geraldo, mientras pelea contra el aire buscando un punto de apoyo para levantarse.

-Por favor, don Geraldo, no se moleste...

Pero a veces Mary Kennedy le deja completar el ritual, se calla y permite que Brenan se levante, tras un dilatado forcejeo, porque piensa que en esas batallas gestuales, tan mínimas, y sin embargo tan costosas, Brenan saca fuerzas para sobrevivir, para respetarse a sí mismo.

La dignidad

Respetarse a sí mismo. Qué dificil es mantener la propia dignidad cuando todo tu cuerpo se rebela y te traiciona.

-Tener que pedir ayuda para hacer pis es terrible -se queja Brenan.

Cada día está peor, más incapacitado. Él, que fue siempre un hombre independiente, un aventurero, un deportista, un viajero incansable. Y ahora molesta a los demas. Oh, sí, su presencia es un conflicto para Lynda y Lars; Brenan esta convencido de ello. Le espanta ser una carga. En definitiva, don Geraldo es hijo de su tiempo. Un victoriano, aunque siempre luchara contra el victorianismo. Escrupuloso, correctísimo, con un férreo control emocional. En sus obras llegó a describir su vida sexual e íntima, pero siempre bajo una óptica racional. Es decir, fue capaz de desnudar su cuerpo intelectualmente, pero no soporta la idea de tener un cuerpo, un cuerpo real, fisicamente tiránico, emocionalmente débil.

-Quiero morirme.

En realidad el problema es cada vez más grave, más acuciante. El atender a un anciano como don Geraldo es una tarea dura extenuante, dolorosa. Los amigos del escritor comentan muchas veces el asunto. Ken Brown, director de la revista Lookout, oyó decir que se había manejado la posibilidad de que Linda, Lars y los niños se trasladaran a la casa que Brenan tiene en las Alpujarras, dejando al escritor en Alhaurín al cuidado de algún profesional. Pero don Geraldo se negó en redondo. 0 eso le dijeron a Ken. También se intentó buscar un enfermero que le atendiera. Lynda habló con sus vecinos, con Julia Gross y su marido, Carlos. Al parecer, algunas de las amigas de don Geraldo se habían ofrecido a pagar al enfermero.

-Carlos, ¿no te interesaría a ti ese trabajo?

Pero Carlos se sentía incapaz. Lo que sí hizo fue buscar a la persona idónea, un tío suyo, que sabía poner inyecciones, que hablaba inglés, que era culto y capaz de mantener encendida la atención y la conversación de don Geraldo. Carlos cuenta que su tío pidió 60.000 pesetas mensuales de sueldo, más seguridad social, "o sea, muy poco para el trabajo que era y para la dedicación que suponía. Y al parecer, a las señoras esas les resultó muy caro; ofrecían pagar 40.000 pesetas al mes". De todas maneras, cuando Brenan se enteró de que le estaban buscando un enfermero se negó a ello. O eso dicen.

-Es tan pudibundo, tan reservado, tan británico... -piensa Ken Brown.

Tan victoriano. Confiarse a un extraño. Depender de él para todo. No es fácil resignarse a esa pequeña indignidad cuando se ha sido un hombre tan libre corno Brenan. No es fácil ser viejo.

-Me quiero morir, me quiero morir.

-Por favor, no lo repitas más, nos vamos a volver locos... -le contestó Lars Pranger un día, desesperado.

Y así seguía la vida, una rutina inacabable, de la cama al sofá, del sofá a la cama, un cigarrito de cuando en cuando, un bombón, una galleta, la visita de un amigo, las brasas que agujerean la chaqueta.

El 7 de, abril don Geraldo cumplió 90 años. Al día siguiente Mark Litle, editor de Lookout, subió a comer con él. Le acompañaba su mujer, Rafi, y Shay Oag, una escocesa muy amiga de Brenan. Don Geraldo estuvo animado, bebió el champán que le había regalado Shay, conversó. Lynda le había hecho una tarta de cumpleaños con nueve velas, y Brenan las apagó de un solo soplido, como manda el rito.

-Vamos a festejar su cumpleaños durante toda la semana, para que no se can se -explicó Lynda- Todos los días vendrán algunos de sus amigos; así evitaremos que haya demasiado barullo y que se agote.

Fue precisamente aquel día cuando Mark se enteró por vez primera de que existía el proyecto de mandarle a una residencia en el Reino Unido. El mismo Brenan lo comentó de pasada. Pero Lynda dijo que, en cualquier caso, no sería nada inmediato, que había que pensárselo. Todos los veranos Brenan iba a la casa. que tenía que las Alpujarras para librarse del aplastante calor de Alhaurín. Pero este año ya no podría hacerlo: la casa de las Alpujarras es antigua, con escaleras, imposible para un hombre de su edad y condición. Quizá fuera una buena idea enviarle durante esos meses a Londres, a ver qué tal le iba.

Ayuda estatal

De todas maneras, aquello preocupó a los amigos de don Geraldo. No querían perderle. Estaba claro que la situación de Brenan era problemática, que había que buscarle una solución. Ni don Geraldo ni Lynda nadaban en dinero. Algunos conocidos dedujeron que quizá era por eso por lo que se había pensado en el Reino Unido, porque allí podía tener alguna ayuda estatal.

-Pero es absurdo; Brenan es una institución aquí, en España; deberían pedir ayuda a las autoridades, a quien fuere -comentaban algunos amigos.

Ah, pero es que Lynda y Lars son también muy reservados. Viven un poco al margen del mundo, encerrados en su casa de campo, sin televisión. Un tipo de vida montaraz. Quizá no se den cuenta de las repercusiones que puede tener este asunto. Quizá consíderen que Brenan es su Brenan, su anciano, su problema. Un asunto familiar y privado.

Por aquel entonces, los redactores y colaboradores de la revista Lookout se reunieron para una comida de trabajo. Era un almuerzo meramente profesional, pero la conversación derivó rápidamente al caso Brenan. Allí permanecieron debatiendo el asunto durante horas, en el restaurante Portofino de Fuengirola. Entraron a las dos de la tarde y no salieron hasta las ocho de la noche. Ken Brown, el director de la revista, ofreció pagar una enfermera. Mary Kennedy, la periodista americana amiga de Brenan, que también asistía a la comida, quedó encargada de comunicar la oferta a don Geraldo. Unos días después, era exactamente el 4 de mayo, Ken Brown recibió una carta de Brenan. Era un pequeño rectángulo de papel, la mitad de una cuartilla, enteramente cubierta por la letra de don Geraldo. Una letra minúscula, apretujada, en tinta azul.

"Querido Ken:

Quiero darte las gracias por tu oferta de proporcionarme una en fermera. Es muy bondadoso por tu parte, pero me marcho a Ingla terra enteramente por voluntad mía. Como ya no puedo cuidarme de mí mismo, creo necesitar de cuidados profesionales, que se pueden obtener con más facilidad en Inglaterra. De hecho, me hace ilusión marcharme con Lars y que me lleven a algún tipo de residencia, donde espero que me cuiden y donde podré ver a algunos de mis antiguos amigos, a los que no he visto en muchos años. Muchas gracias, de nuevo, por tu oferta. Saludos afectuosos, Gerald Brenan".

Eso decía la carta, en ingles. Así es que Ken Brown y los demás pensaron que, en efecto, no había nada que hacer, que la decisión era irreversible.

"Soy una molestia"

-Soy un peso para Lynda -confió Brenan a un amigoLo mejor es que me vaya.

-Pero ésta es tu casa...

-Sí, pero soy una gran molestía para ellos. Prefiero irme.

Días despues, Lynda habló con Mary Kennedy por teléfono. Mary era la única que sabía lo inminente de la marcha. Los demás creían que aún pasarían varios meses.

-Don Geraldo no quiere despedirse de sus amigos. Quiere irse sin despedirse -dijo Lynda.

-¿De mí tampoco? -preguntó Mary.

-Sí, si quieres puedes subir.

Era comprensible, despues de todo. Las despedidas son terribles. Bien lo sabía Mary, que le llevó una carta escrita a don Geraldo, porque no se atrevía a decirle nada directamente, tan segura estaba de echarse a llorar. Brenan se iba el lunes 14 de mayo. Así es que los Kennedy pasaron por la casa el sábado. Para dejar la carta de despedida, para charlar amistosamente, como si fuera un día cualquiera, una visita normal. Subieron Tom y Mary, y Elie, la hija de los Kennedy. Brenan estaba en su sillón, con sus gafas opalinas sujetas por un,cordón de tela suave que Lynda le había hecho para que no las perdiera. Tan menudo y frágil como un pajarito, envuelto en su habitual bata vieja, la franela ulcerada por las brasas de sus celtas.

-No irás a viajar con esa ropa -bromeó Mary, haciendo un esfuerzo.

-Oh, no, Lynda dice que voy a llevar ropa nueva, dice que voy a ir a Londres muy elegante.

Estuvieron poco tiempo. Cuando se fueron, Brenan les acompañó hasta el porche, arrastrando sus pies por las losetas lisas. Empezó a hablarles de las rosas, de esos rosales a los que él tanto quería, que ya no podía cuidar.

-Cortaremos un ramo de rosas para que te lo lleves a Londres -dijo Lynda.

Al fin llegó el día. Don Geraldo estaba excitado, nervioso. Era viajar, viajar de nuevo. Emprendía lo que podía ser el último viaje de un viajero impenitente. Abandonó su casa de la Cañada de las Palomas, pasito a pasito, con, su arrastrar de pies. Abandonó sus libros. Abandonó su pasado, a los 90 años. Para no molestar. Siempre fue un hombre valiente para esas cosas.

El 21 de junio, Brenan regresaba a su casa. Atrás quedaba un mes de crispaciones, de confusión, de escándalo. Una aventura tan conmocionante que Gerald Brenan ha vuelto a escribir después de tantos años. Escribe "sobre la vida y la muerte, sobre estas casas que hay en Inglaterra, a la que la gente va a morir". Él prefiere esperar el fin en Alhaurín, con sus rosas, con sus libros, con sus viejos jerseis agujereados. Faltan los niños, faltan Lynda y Lars. Pero don Geraldo siempre puede meterse en la cama, subirse la sábana hasta la nariz y soñar despierto con que hubo un tiempo en que fue joven.

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