El desenfrenado amor por la literatura
Era un hombre corpulento, grande, con enormes mostachos de foca y una colilla de puro en la comisura de los labios, con los ojillos movedizos y tremendamente sordo. La voz le salía como el recuerdo de un rugido lejano, como si la tuviera que refrenar demasiado al no poder oírla desde fuera, pues por dentro debía de atronarle.En los años cincuenta fue uno de los narradores más leídos en este país. Hizo de todo: luchó en la División Azul, fue policía y escribió sin cesar novelas de humor, policiacas, realistas, broncas y duras; pero también cosmopolitas, políticas, de ficción científica, existenciales y hasta infantiles. En los últimos años creaba voluminosas fábulas históricas y legendarias.
También fue editor, crítico, articulista y uno de los fundadores y animadores del Premio de la Crítica durante muchos años. Su hora había pasado y ya no gozaba del favor del gran público; pero su vida -ahora, desgraciadamente, revelada corta- y su obra generosa y desigual -más de medio centenar de títulos- constituyen un ejemplo espléndido de una pasión arriesgada: la de la literatura.
Los primeros libros
A pesar de su escritura incesante, Tomás Salvador amaba sobre todo la lectura, pues la lectura y la escritura son las dos caras de la misma moneda, esa pasión por la literatura que puede llevar al cielo o al infierno, al misterio de la obra maestra o al abismo de las buenas intenciones inútilmente derrochadas. Su infinita torpeza social, su arriscada sinceridad y la tosca tenacidad con la que defendía ideas más efímeras de lo que él mismo imaginaba le cerraban muchas de las puertas que su literatura le abría. Era un hombre fundamentalmente bueno, por encima de su aspecto hosco y del aislamiento de su sordera, tan infinita como su ternura. Empezó escribiendo en colaboración historias exóticas y lejanas, como Garimpo y La virada. Casi al mismo tiempo fue finalista del Nadal con aquellas sonrientes Historias de Valcanillo (1952), pero pronto consiguió en Luis de Caralt sus mejores éxitos con aquellas fábulas policiales El charco (1953) y Los atracadores (1955), y con las dos novelas que le dieron fama, Cuerda de presos (1953) y División 250 (1954), obteniendo los premios Ciudad de Barcelona y el Nacional de Literatura.
De ahí pasó a otras editoriales, dirigió la suya propia -Ediciones Marte, donde publicó novelas, hizo bibliofilia y rescató algunos clásicos hasta con sus gotas de erotismo-, y surcó las aguas de Planeta y Plaza y Janés, sobre todo, en los últimos tiempos. Pero la calidad alcanzada la rozaría pocas veces después; por ejemplo, con Cabo de vara (1958), que reverdecería sus primeros laureles a pesar del Premio Planeta, que ganaría con El atentado (1960). Fue cosmopolita con Hotel Tánger, existencial con El haragán y Diálogos en la oscuridad, hizo ficción científica con La nave y Marsuf, política con El agitador y narrador histórico en El arzobispo pirata y Las compañías blancas, sus últimos libros.
Era un autodidacto, formado irremediablemente en la lectura y en la escritura, ambas incesantes. Dejando aparte su aislamiento final, algunos de sus libros sobrevivirán como testimonios de indudable interés, documentos escritos con garra y pasión, fábulas broncas y honradas, de una realidad que le gustaba menos de lo que pensaba. El amor es siempre algo diricil, delicado y complejo, que lo mismo lleva al paraíso que a los terribles desencuentros. Pero quien en él se consume habrá ganado su vida. Y no otra es la historia de las relaciones entre Tomás Salvador, el ogro bueno, y la literatura, a la que persiguió durante toda su vida.
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