La independencia judicial y la soberanía popular
Decir que nuestra magistratura no está a la altura de las circunstancias aclara bastante poco los perfiles de la polémica sobre la posición institucional y la función de los jueces y del poder judicial en el sistema sociopolítico español. Para unos, las circunstancias exigen mayores dosis represivas y una más decidida colaboración judicial con los instrumentos e instituciones de control social.Para otros -sin duda alguna los menos-, la magistratura tiene por función, y por propia razón de existir, la tutela y garantía de los derechos y libertades de los ciudadanos, Para lo que debe ejercer, necesaria y constitucionalmente, un adecuado control de los poderes públicos. Los primeros quisieran, a la vieja usanza, que el poder judicial apareciera y actuara como el más sólido baluarte "del orden y la legalidad", y el más eficaz instrumento de control político y social, al margen -y por encima- de las tensiones políticas y de los conflictos de intereses que se agitan en la sociedad. Los jueces deben ser apolíticos y neutrales y mantenerse lejanos, como "superior objetividad", de las coyunturas sociales, económicas y políticas. Su inocencia política debe preservarse a toda costa. Deben ser "togas de armiño", y no insolentes "pretores de asalto".
Para los segundos, una justicia que emana del pueblo no puede estar administrada por un poder judicial separado de las tensiones institucionales y sociales, incontrolado por el pueblo, pero controlador de ese pueblo y siempre presto a suplir las deficiencias de ese control por los demás poderes públicos o a servir de longa manu de las instituciones más directamente implicadas en el mantenimiento del orden público. Como se ha repetido tantas veces, aunque por tan pocos, la ideología de la apoliticidad de la justicia se resuelve, en última instancia, en una sorda hostilidad hacia las dinámicas de la soberanía popular y en una pasiva sujeción del juez a ciertas políticas del poder, singularmente cuando éstas solicitan su colaboración para frenar un excesivo desarrollo y ejercicio de las libertades ciudadanas.
Principio de independencia
El más importante, postulado constitucional sobre la organización judicial es el principio de independencia: independencia del poder judicial frente a los demás poderes del Estado e independencia de cada juez respecto de cualquier autoridad, ya sea interna o exterior a la función jurisdiccional. En nuestro modelo de Estado de derecho, el juez aparece configurado como órgano de garantía de los ciudadanos frente a las posibles extralimitaciones y prevaricaciones del poder ejecutivo y de sus aparatos policiales. Pero la independencia es un valor, como tantos otros, profundamente ambivalente e incluso ambiguo. Casi nadie puede discutir, al menos teóricamente, su vertiente de independencia respecto del poder ejecutivo; tampoco resulta cuestionable -aunque muy cuestionada en la práctica- su dimensión de independencia frente a los centros burocráticos de decisión y control internos a la propia organización judicial. Pero muchos quisieran entenderla y practicarla como independencia del poder judicial frente a cualquier forma de control democrático y popular, lo que equivaldría a una suerte de inmunidad e irresponsabilidad de aquel poder, cuyos titulares son reclutados por oposición y carentes de cualquier investidura democrática. Aunque nadie se atreve a defender públicamente esta pretendida dimensión de la in dependencia, lo cierto es que opera, y muy contundentemente, entre los numerosos defensores de la justicia como sacerdocio y de los jueces como ungidos del bien preternatural de la absoluta e incorruptible neutralidad. Es más: se trata de la independencia más efectiva en la práctica institucional, siendo, como es, la más deleznable dimensión de la independencia judicial, abiertamente anticonstitucional y antidemocrática.
Dimensiones aparentes
Las otras dos dimensiones resultan, hoy por hoy, más aparentes que reales, pese a la contundencia y solidez de los principios constitucionales y del notable paso hacia adelante que su tímida plasmación institucional, mucho más que funcional, ha supuesto para la organización judicial. Así, la independencia externa de la justicia queda gravísimamente mediatizada por el hecho incontestable de la dependencia jerárquica, e incluso militar, de la policía judicial a los ministerios del Interior y de Defensa.
Si tenemos en cuenta que son los cuerpos judiciales los que, mediante sus informes y denuncias, impulsan efectivamente la acción penal, controlan la marcha de la instrucción, recogen las pruebas y orientan las investigaciones, la actividad judicial se desarrolla en una práctica subordinación a aparatos ejecutivos, especialmente relevante en procesos con alguna entidad política o en aquellos supuestos en que, por virtud de la desdichada normativa antiterrorista (en sí misma atentatoria contra la plenitud jurisdiccional de los jueces naturales y, por tanto, contra su independencia), se amplían desorbitadamente las facultades policiales.
Sorprendentes reivindicaciones del Consejo General
Sorprende por ello vivamente que, en su informe sobre el anteproyecto de ley orgánica del Poder Judicial, el Consejo General insista hasta la exasperación en recabar competencias residenciadas en el Ministerio de Justicia, como si del logro de tales reivindicaciones dependiera la plenitud de la independencia externa del poder judicial (entendida, al parecer, como independencia del Consejo), cuando lo cierto es que de tal ministerio -ni por sus facultades actuales ni, por supuesto, por la voluntad política de su sólido equipo de dirección- no cabe esperar mediatización alguna de la independencia. Sin embargo, el informe no pone el acento en la muy preocupante regulación de la policía judicial, cuyas unidades específicas se prevé que sólo dependan funcionalmente de las autoridades judiciales y del ministerio fiscal, no que actúen bajo su efectiva dirección, lo que exigiría una dependencia tanto funcional como orgánica, de forma que los miembros de la policía judicial no tengan "jefes naturales" extraños a los jueces y tribunales.
Es aquí perfectamente aplicable la dura crítica de los sectores avanzados de la magistratura italiana sobre la situación en aquel país: la instrumentalización del poder judicial por los aparatos policiales no por más oculta es menos eficaz que la vieja sumisión de la función judicial al Ministerio de Justicia.
En nuestra realidad, esta vieja sumisión está superada, pero aquella posible instrumentalización sigue constituyendo el más grave riesgo para una justicia penal plenamente democrática e independiente. Y es una lástima que el Consejo General del Poder Judicial no parezca entenderlo así y se enfrente con el Gobierno por la reivindicación -más que de verdaderas exigencias de independencia- de "atributos" con un irremediable sabor corporativo.
Para evitar volver a incurrir en el mismo, nada mejor que recordar que la responsabilización política de la magistratura ante el pueblo y el control de éste sobre la Administración de justicia es lo que verdaderamente dota de sentido y significado a la independencia respecto a cualquier condicionamiento del poder, tanto interno como exterior, al aparato judicial. Sólo ligándose directamente a la soberanía popular tendrá razón de existir un poder judicial distinto, autónomo e independiente.
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