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Entre tocayos / y 2

Mario Vargas Llosa

Defender la opción democrática para América Latina no es excluir ninguna reforma, aun las más radicales, para la solución de nuestros problemas, sino pedir que se hagan a través de Gobiernos nacidos de elecciones y que garanticen un estado de derecho en el que nadie sea discriminado en razón de sus ideas.Esta opción no excluye, por supuesto, que un partido marxista-leninista suba al poder y, por ejemplo, estatice toda la economía. Yo no lo deseo para mi país, porque creo que si el Estado monopoliza la producción, la libertad tarde o temprano se esfuma y nada prueba que esta fórmula -y su alto precio- saque a una sociedad del subdesarrollo. Pero si es éste el modelo por el que votan los peruanos lucharé porque se respete su decisión y porque, dentro del nuevo régimen, la libertad sobreviva. (No se trata de una hipótesis académica: en las últimas elecciones municipales, la extrema izquierda ganó la alcaldía de Lima, además de muchas otras en el resto del país.)

Mi oposición al régimen cubano, corno al chileno, uruguayo o paraguayo no es por lo que hay en ellos de distinto -que es mucho- sino de común: que las políticas que practican se decidan y se impongan de manera vertical, sin que los pueblos que las sufren o se benefician de ellas puedan aprobarlas, desaprobarlas o enmendarlas. Sobre la índole de estas políticas particulares siempre he preferido pronunciarme de manera no general, sino específica (en contra de la pena de muerte, de cualquier intervención extranjera, a favor de una moderada intervención del Estado en la economía, etcétera), advirtiendo que estas opiniones no estaban exentas a veces de dudas y sujetas, por tanto, a revisión. En lo único que creo haber mantenido una posición firme hace 14 años es en la defensa de unas reglas de juego que permitan la coexistencia de puntos de vista diferentes en el seno de la sociedad, la mejor vacuna contra la represión, las censuras y las guerras civiles que han signado nuestra historia y nos han hundido en el subdesarrollo económico y la barbarie política.

¿A qué viene esta autoconfesión en el diálogo que me opone a Mario Benedetti? A que defender esta tesis en América Latina es extremadamente difícil para un escritor. Quien la defiende se ve ponto atrapado en esa maquinaria denigratoria que mencioné a Valerio Riva y que conviene como anillo al dedo a los dos extremos del espectro ideológico, distanciados en todo salvo en promocionar esta falsedad: que la alternativa, para los pueblos latinoamericanos, no es entre la democracia y las dictaduras (marxistas o neofascistas), sino entre la reacción y la revolución, encarnadas ejemplarmente por Pinochet y Fidel Castro.

Que esta alternativa es falsa se encargan de probarlo, cada vez que son consultados, los propios pueblos latinoamericanos. Así lo han hecho, hace poco, en Argentina, Venezuela y Ecuador, votando por Gobiernos que, más a la derecha o más a la izquierda, son de índole inequívocamente democrática. Incluso en elecciones menos genuinas -porque hubo fraude o porque no participó la extrema izquierda-, como las de Panamá y El Salvador, el mandato popular, en favor de la moderación y la tolerancia, ha sido clarísimo.

Sin embargo, un gran número de intelectuales latinoamericanos se niegan a ver esta evidencia -la voluntad popular de convivencia y de consenso- y descartan la opción democrática como una mera farsa. De este modo contribuyen a que la democracia lo sea, es decir, a que funcione mal y a menudo colapse. Su abstención u hostilidad ha impedido que esta opción democrática, que es la de nuestros pueblos, se cargue de ideas originales, de sustancia intelectual innovadora, y se adapte a nuestras complejas realidades de una manera eficiente. Nuestros intelectuales revolucionarios han sido un obstáculo considerable, además, para que este tema fuera al menos debatido, ya que, siguiendo la vieja tradición oscurantista de la excomunión, se han limitado a precipitar, a sus colegas que defendíamos aquella opción, al infierno ideológico de los réprobos (la reacción).

Mario Benedetti dice esto de mí: "Hace tiempo que nos hemos resignado a que no esté con nosotros, en nuestras trincheras, sino con ellos, en la de enfrente..." ¿Quiénes son ellos? ¿Quiénes están conmigo en esta trinchera de enfrente? Benedetti es un exiliado, una víctima de la dictadura militar que agobia a su país, un enemigo de los regímenes más oprobiosos, como el de Stroessner o el de Baby Doc. Si yo estoy entre sus enemigos yo soy, pues, una de estas alimañas. ¿De qué otra manera puede entenderse si no lo que la astuta frase sugiere? Ese ellos nos confunde, a mí y a aquellas escorias, en esa trinchera que por lo visto compartimos. Hay una guerra y dos enemigos enfrentados. De un lado la reacción y del otro la revolución. ¿Lo demás es literatura?

Eso es lo que he llamado el mecanismo de satanización que a él le provoca hilaridad. ¿No es su propio artículo una prueba de que existe? Es verdad que mis libros se publican en los países comunistas. Pero es verdad también que, a diferencia de él, que puede dedicar sus artículos a expresar lo que es y lo que quiere en política, yo debo dedicar mucho tiempo, tinta y paciencia a aclarar lo que no soy y a rectificar las tergiversaciones y caricaturas que me atribuyen los que se niegan en América Latina a distinguir entre un sistema democrático y una dictadura de derecha. Hace apenas unas semanas, para no ir muy lejos, tuve que explicar a unos lectores holandeses despistados por el artículo de mi tocayo que -al revés de lo que éste sugiere- yo soy un adversario tan acérrimo como él de los tiranuelos que lo exiliaron y que

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nuestras diferencias no consisten en que yo defienda la reacción y él el progreso, sino, aparentemente, en que yo critico por igual a todos los regímenes que exilian (o encarcelan o matan) a sus adversarios, en tanto que a él esto le parece menos grave si se hace en nombre del socialismo. ¿Estoy, a mi vez, caricaturizando su posición? Si es así, retiro lo dicho. Pero la verdad es que no recuerdo haber leído nunca una sola palabra suya de admonición o protesta por ningún abuso contra los derechos humanos cometido en algún país socialista. ¿O es que allí no se cometen?

Luchar contra la satanización es largo, aburrido, frustrante, y no debe sorprender que muchos intelectuales latinoamericanos prefieran no dar esa batalla, callando o resignándose a aceptar el chantaje. Si para un escritor de las luces de Benedetti no es posible diferenciar entre un partidario de la democracia y un fascista -a los que amalgama dentro de su rígida geometría ideológica: ellos y nosotros-, ¿qué se puede esperar de quienes, compartiendo sus afinidades políticas, carecen de su cultura, sutileza y sintaxis?

Yo sé lo que se puede esperar: las elucubraciones periodísticas de un Mirko Lauer, por ejemplo (para citar lo peor). Las invectivas son, desde luego, lo de menos. Lo de más es la sensación de hallarse continuamente en una posición absurda, arrastrado a un debate empobrecedor, a un pugilismo intelectual de cloaca. Eso es lo que ocurre cuando uno intenta hablar del problema de la libertad de expresión y le preguntan cuánto gana, por qué escribe en tal periódico y no en el otro y si sabía quién financió el congreso en el que participó. Todos esos son indicios, al parecer, de que uno es halagado y arropado por las derechas. Quienes utilizan estos argumentos en el debate saben muy bien que ellos no lo son, sino chismografías que lo degradan hasta hacerlo imposible. ¿Para qué los emplean, pues? Para evitar el debate, justamente, porque, dentro de esa tradición de absolutismo ideológico que tanto daño nos ha hecho, entienden la política más como un acto de fe que como quehacer racional. Por ello no quieren convencer o refutar al adversario sino descalificarlo moralmente, para que todo lo que salga de su boca -de su pluma-, por venir de un réprobo, sea reprobable, indigno incluso de refutación.

Pese a todo, sin embargo, hay que romper el círculo vicioso y tratar de que el diálogo se establezca y vaya atrayendo a un número cada vez mayor de intelectuales. Sólo así llegará a ser la política, entre nosotros, como lo es ya la literatura, cotejo de ideas, experimentación, pluralidad, innovación, fantasía, creación. A diferencia de lo que él piensa de la mía, yo creo que la posición que defiende Mario Benedetti debe tener derecho de ciudad porque el pensamiento socialista -marxista-leninista o no- tiene mucho que aportar a América Latina. Sólo le pido que admita que ninguna posición tiene la prerrogativa de la infalibilidad y que todas deben, por tanto, entrar, con las adversarias, en un diálogo que nos enriquecerá a todos, modificando o reforzando nuestras tesis. Lo que nos opone no son tanto los contenidos, como las formas a través de las cuales estos contenidos deben materializarse. Discutamos, pues, sobre las formas políticas.

A muchos mortales les parecerá una pérdida de tiempo. Pero nosotros, escritores, sabemos que la forma determina el contenido de la literatura. Las formas son los medios en el orden político. Discutir civilizadamente sobre los medios es, ya, una manera de civilizarlos y de contribuir al progreso de nuestras tierras. Porque los medios políticos requieren en América Latina una reforma tan profunda como la economía y el orden social para que salgamos de veras del subdesarrollo.

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