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Costa Rica o la jactancia de la debilidad

¿Es posible enorgullecerse de la propia invalidez? En el mercado universal de marcas nacionales los Estados siempre tratan de vender su propia idea del país. España vende una transición modelo; hasta hace unos años Francia vendía grandeur, aunque hoy no se sabe si le queda algo en almoneda; Gran Bretaña, una revolución conservadora; la República Federal de Alemania vende el control del cuadrilátero europeo; EE UU, la atropellada contraofensiva del imperio; y la URSS, la agresiva cautela del coloso euro-asiático. Costa Rica, Estado centroamericano una vez y media la extensión de Cataluña y cerca de un tercio de su población, con menos de dos millones y medio de habitantes, vende la civilizada impotencia de su paz.Costa Rica parecía existir para que nunca pasara nada en sus fronteras, situadas en esa afilada cinta de tierra que es la América Central, donde todo parece pasar últimamente. A la hora de la independencia en 1822, San José, un poblachón al pie de las sierras centrales del país, se enteró del fin de la dominación española al cabo de un mes de proclamada aquella, cuando las noticias llegaron a lomos de jumento procedentes de la capitanía general de Guatemala. Tras una cierta pausa resignada, los partidarios de la unión al México del emperador Itúrbide se vieron arrastrados por la inercia de una independencia que nadie ansiaba reducir porque nadie ambicionaba poseer. Hoy, los descendientes de aquella separación de la Corona de España cuentan tan curioso alumbramiento con la misma sencilla jactancia con la que el ministro de la Seguridad Pública, Ángel Edmundo Solano, afirma que los miembros de la Guardia Civil se reparten un revólver por cada tres cabezas.

Costa Rica se vanagloria de no tener ejército, institución que se suprimió en 1949 tras un breve enfrentamiento civil del que salieron vencedores los padres del Partido de Liberación Nacional: el primer presidente del Estado reconstituido, José Figueres (don Pepe), Daniel Oduber, Francisco Orlich y el propio Luis Alberto Monge, actual presidente. En lugar de fuerza armada Costa Rica cuenta con dos institutos más o menos militarizados, la Guardia Rural y la Guardia Civil, con un total de unos 7.000 hombres dotados de armamento ligero, y una multiplicidad de otras guardias, la de tráfico, la de aduanas, la policía militar, con unos cientos de hombres cada una, que se caracterizan por depender de diferentes ministerios. Costa Rica, por tanto, la de la paz perpetua; la de la neutralídad proclamada en el conflicto entre la guerrilla contrarrevolucionaria y Nicaragua; el Estado socialdemócrata con la mayor cobertura social del ciudadano en toda la América Latina, asienta su paz y democracia en una sana desconfianza hacia las tendencias. innatas del ser humano. Porque de lo que se trató hace 14 años, cuando se desgajó en sendos ministerios el mando de las dos principales fuerzas de seguridad, era de impedir que ningún ministro tuviera en su mano el control de la práctica totalidad de las servicios de armas del país. En vano clama Solano porque se acabe con esa anormalídad que enreda la eficiencia; en el complicado juego de equilibrios entre la presión norteamericana para que Costa Rica colabore con algo más que su impotencia en favorecer la acción de la guerrilla antisandinista y el cumplimiento estricto y activo de la neutralidad, al presidente le interesa una división de las fuerzas del orden: la Guardia Rural mandada por los amigos de Washington, y la Guardia Civil por los que aún no han perdido toda su esperanza de Managua.

Ese país que parece una muestra del eslógan de los setenta, small is beautiful (lo pequeño es hermoso) se ufana de ser la única nación centroamericana con una democracia activa y pujante, a la

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Costa Rica o la jactancia de la debilidad

Viene de la página 11vez que la tierra hispánica que durante mayor lapso de su historia no ha tenido nada que ver con regímenes de fuerza.

Interrogados altos representantes de la vida política y cultural costarricense sobre esa singular anomalía, la izquierda marxista y la derecha monetarista coinciden en explicar el prodigio con el recurso a la tradición histórica, la educación de las masas, el temperamento naturalmente pacífico y consensual de sus compatriotas y otras expresiones del baúl idealista de la historia.

Pero, sin negar el caracter de subproducto materialmente importante de todas esas circunstancias, hay que ver que las tradiciones no son anteriores ni algo dado al ser humano, sino que todas ellas se construyen sobre factores materiales y se ven sometidas a presiones exteriores que acaban moldeándolas. En resumen, ¿por qué en torno a San José una retícula de la civilización española de América Central ha podido constituirse en democracia, mientras 200 kilómetros al norte el pandemónium se llama Nicaragua, y un par de ríos hacia el sur un ejército tiene un Estado que llaman Panamá?

Costa Rica tuvo un poblamiento singular. No era nutrida la población indígena y donde escaseaba la mano de obra y faltaban otros imanes minerales de riqueza había menor presión para que se constituyeran grandes explotaciones territoriales; de esta suerte, el tipo de colonizador que recaló en aquella costa, sólo rica por la vía bautismal, vino a ser el proletariado de la conquista con flojo surtido de militares, frailes o hacendados. Tan dependiente era la tierra que el estipendio de las autoridades se abonaba desde Guatemala, capital de la parte más meridional del virreinato de la Nueva España. Esa esquina excéntrica del imperio no atrajo a los negreros y el indio, que ya era poco, vino a menos por la natural incontinencia de la raza blanca, con lo que al día de hoy el país tiene el poblamiento más homogéneamente occidental de Centroamérica.

En esa Costa Rica, ni ambición ni tentación, se desarrolló una sociedad laboriosa en la que las desigualdades no eran grandes, que se le hacía poco propicia a los caudillos, y en la que, a una cierta semejanza del gigante norteamericano, el cuerpo social era siempre más fuerte que el Estado. Una vez cumplida la revolución de 1948, esa sociedad en la que la oligarquía del cafetal entraba en decadencia al tiempo que ascendía una nueva clase de burguesía comerciante, pudo poner en práctica un amplio plan de cobertura estatal del ciudadano, que, a favor de una excelente coyuntura agrícola, no fue preciso sufragar con el sacrificio tributario de los más importantes poseedores, antiguos o recién llegados.

Costa Rica era una sociedad pujante y suave de contrastes que, a su vez, había creado un Estado-beneficencia carente, sin embargo, de los medios represivos y de dominación directa propios de una formación política fuerte. Un Estado que, en el tiempo de las vacas gordas, abonaba las facturas, pero sin gozar más que de poderes consensuales sobre el cuerpo social. Al mismo tiempo, ese Estado que no oponía obstáculo alguno a la penetración económica norteamericana, ni dejaba medrar el nacionalismo populista que habría podido establecer un mal ejemplo de independencia para el gran garrote de Washington, apoyado en unas características históricas del pueblo costarricense, era aquel en el que resultaba posible el florecimiento de la democracia. En otras palabras, al menos en el tiempo de las vacas gordas, ni al gran capital costarricense le estorbaba la democracia puesto que no hacía peligrar sus posiciones económicas, ni Washington sentía la necesidad de dominar a un Estado que no tenía más poder coercitivo que el de la propia sociedad que lo albergaba. Cierto que, como plantea inteligentemente el ministro de Planificación y Política Económica, Juan Manuel Villasuso, hay que preguntarse si la democracia costarricense, que entró con los años ochenta en una época de empobrecimiento acelerado por la caída de los precios de las exportaciones tradicionales y el alza de los crudos y bienes de equipo importados, está o no hecha para sobrellevar la época de las vacas flacas. Y si a eso añadimos la tormenta exterior nicaragüense con su brusca excitación del interés norteamericano por tener vara alta en San José, estamos dibujando un abrupto futuro en el que la democracia costarricense nadie puede saber si está garantizada.

Costa Rica se aferra hoy a la idea más que a la realidad incólume de su neutralidad, porque ésta equivale al mantenimiento de su independencia. Al mismo tiempo, pacta con el Fondo Monetario para salvar el hondo bache de su economía, sabiendo que el cumplimiento de las exigencias del organismo internacional maniata la continuidad del Estado-providencia. Como lamenta amargamente el ministro de Justicia Hugo Alfonso Muñoz, en seis meses que lleva en el cargo no ha podido nombrar a un solo funcionario porque el Fondo no le deja. En esta situación, el Gobierno de Luis Alberto Monge, que no está fabricado para contemplar el ataque a los grandes intereses propietarios como medio de financiar la continuación de la reforma, ni tampoco para la rendición ante el monetarismo de la derecha liberal y pronorteamericana, sólo puede seguir ese dibujo en filigrana que su presidente, con una astucia farruca y una debilidad que de tan aparente ha de ser fingida, traza entre el Grupo de Contadora y las conclusiones de la Comisión Kissinger.

Muchos serían los que ante el laberinto de peligros que acecha a la democracia costarricense pedirían simplemente a la Virgen, de la que tan devotos son los naturales del país, que el tiempo por venir a lo menos los deje como están.

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