Toros y modernidad
¿Puede una nación como España avanzar hacia la modernidad manteniendo la vigencia de las corridas de toros? ¿O ha de procurar lentamente la modificación de la fiesta, o su desaparición gradual, para borrar de nuestras diversiones populares un acontecimiento que despierta el rechazo violento de los taurófobos? Pienso que esta cuestión se irá debatiendo, cada vez más, en años sucesivos, no tanto por la supuesta o real decadencia de las corridas en sí (baja calidad de los toros, afeitado, grandes sumas de dinero envueltas en el espectáculo), sino en cuanto existe una tendencia creciente en la opinión pública, que se inclina por la protección de los animales salvajes, la lucha contra la vivisección, las condiciones del transporte y del sacrificio de las especies domésticas o comestibles y, en general, por considerar al mundo animal, terrestre, marítimo o volante como parte esencial del entorno del hombre Sin llegar al franciscanismo del carismático monje de Asís -figura cumbre del humanismo cristiano-, es evidente la evolución de los há bítos españoles hacia un interés apasionado por la naturaleza. La obra y personalidad de un Rodríguez de Lafuente, por ejemplo, era impensable, en la sociedad de nuestro país, en los años treinta. Y ello no es sino el comienzo de una nueva actitud generalizada que corresponde a la modernización de los tiempos actualesPor otro lado, el deporte ha desplazado, en forma decisiva, la concurrencia del público de uno a otro espectáculo. Resultaría obvio com parar aforos y aficiones taurinas y futbolísticas, por ejemplo, en las principales capitales de España. Los toros no son ya la fiesta nacional por antonomasia ni los toreros más desta cados tienen tantos seguidores como los fenómenos, de la Liga o de la Copa. Hasta en la aparición de los tableros estadísticos, con el número de orejas cortadas que se publican en la Prensa, se adivina el contagio sugestivo del deporte rey sobre la antigua fiesta, que, como arte que es, no necesita de tanteos ni de resultados, como ocurre con las competiciones deportivas.
Ahora bien, hemos escrito arte del toreo frente a deporte. Es decir, inspiración, belleza, riesgo máximo, intuición estética, armonía, cromatismo y estilo de lidiar. ¿Cómo ignorar todo lo que tiene de genio, de visualidad, de drama ritual, la corrida de toros, y de inteligencia vivísima el oficio del torero? ¿Cómo dejar a un lado el clima peculiar del ambiente de las plazas; la condición circular del ruedo que limita y ahorma los litúrgicos ritos de la celebración; la cualidad ¿le democracia abierta que posee la corrida con su ejercicio plebiscitario en la concesión de galardones o en rechazar o solicitar las decisiones del presidente, y la insólita exigencia de puntualidad estricta para empezar la corrida en país como el nuestro, donde ni siquiera la programada televisión ajusta sus anunciadas emisiones al horario previsto?
Las corridas de toros son un mundo aparte, un sector visceral de la existencia española, un elemento autóctono que hunde sus raíces en las antiguas tradiciones de la vena popular. Y quizá resuene en ellas el eco de los mitos más arcaicos de los pueblos que formaron la primitiva Hispania. Mucho se ha escrito sobre la importancia del totem de los toros, en el fondo remoto de nuestro pasado colectivo. Y las relaciones de antiguos cultos religiosos paganos con las actuales corridas no han dejado de fascinar a investigadores, antropólogos y mitólogos que se han aplicado al tema con apasionada insistencia. Fernando Sánchez Dragó dedicó las ocho páginas finales de su España mágica a lo que llama el arcano más reiterativo, importante y cordial de cuantos figuran en el tarot de las Españas.
La modernidad no consiste en hacer tabla rasa del pasado por ser pasado, sino de aquello que impide o perjudica al futuro del país. El toro, ese último y solitario caudal del español, no lo debemos ni perder ni malgastar.
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