La zarzuela de Albuquerque
Después de 24 años de residencia en Estados Unidos, confiesa el autor de este trabajo, todavía quedan sorpresas por descubrir en lo que se refiere a la penetración de lo hispánico en aquel país. Una de ellas fue recientemente, según su testimonio, la celebración de una Semana de la Zarzuela en Albuquerque, en el Estado de Nuevo México, a la que asistió en medio de la sorpresa y la admiración.
Veinticuatro años por tierras usamericanas, con un porcentaje bastante elevado de ese tiempo dedicado a viajar por este inmenso país, parecen suficientes como para pensar que ya no hay muchas oportunidades de sorpresa en lo que a conocimientos y difusión de la lengua y cultura españolas por estas latitudes se refiere. La realidad, sin embargo, me prueba lo contrario, como si quisiera humillarme y hacerme descubrir, de las formas y en los lugares más inesperados, lo que aún queda por descubrir en el país del tío Sam a los amantes de lo español.Hace unas semanas inicié un viaje que me llevaría a 10 de los Estados de la Unión. Mi primera parada fue en Albuquerque, en el Estado de Nuevo México. He visitado Albuquerque en otras ocasiones y la ciudad me fascina, como me fascina todo el Suroeste de Estados Unidos, tanto por la ingente y adusta majestuosidad de sus paisajes como por la herencia española que la persona menos observadora puede descubrir a lo ancho de aquella geografía. Mi parada en Albuquerque en esta ocasión no era para analizar, una vez más, las raíces ancestrales hispanas que por doquier pueden verse, sino para, aparte de visitar a varios jóvenes españoles que allí residen y de los que soy responsable, asistir al estreno de algo tan español como La verbena de la Paloma en uno de los teatros de la ciudad.
Siempre me ha gustado la zarzuela, y en mis viajes a Madrid procuro asistir a la que en aquel momento se represente, si tengo la suerte de pasar por allí durante la temporada. Pero asistir al estreno de algo tan castizo como La verbena de la Paloma en Albuquerque, Nuevo México, era algo que ni en mis más disparatadas elucubraciones mentales me había planteado nunca. Llegué, pues, a Albuquerque con algo más que una simple expectación benevolente. Iba dispuesto a perdonar la inexperiencia de los actores aficionados, a cerrar mi oído a posibles desentonos, a fijarme solamente en la realidad hispana que iba a presenciar y a analizar la idea que la había dado a luz.
El acento anglo
Mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí que los aficionados que interpretaban la popular obra de Bretón eran realmente buenos, sin dejar de ser aficionados. Descubrir que, de cuando en cuando, a alguno de los actores se le escapaba el acento anglo de quien ha tenido que aprenderse las líneas de memoria, se convirtió en algo con derecho a mi admiración. Don Hilarión, magníficamente interpretado por un Floyd Vásquez, o don Sebastián, llevado a la escena por un Frank Lucero, parecen tener una cierta afinidad con los intérpretes, aunque éstos fueran más estadounidenses que la tarta de manzana (quintaesencia del usamericanismo, según el dicho que por aquí circula), pues sus familias andaban enseñando a leer a los indios casi antes de que el Mayflower saliera del Reino Unido rumbo a las costas de Massachusetts. Sin embargo, lo más interesante era cuando uno descubría que Julián estaba representado, y muy bien, por un Steven B. Dotson, y que la ínclita tía Antonia, tan castiza como las mejores que he visto en el teatro madrileño, ocultaba a una actriz llamada Nellie Marie Kirmer.
Cierto que hasta había algún español, como lo eran mis estudiantes Jorge de la Vega, Daniel Cebrián y Lourdes Catrain. Pero estos nombres, junto con algún García, Padilla o Gómez locales, se mezclaban, línea sí, línea no, con otros como Rosewall, Meadmore, Kailing, Gottffried y otros semejantes. Todos ellos, con una dedicación increíble, ofrecían a un público numeroso e interesado una representación que, aparte de mantenerle entretenido por hora y media, le sometía a un baño de hispanismo a través de la lengua y de la música.
La gente que dirige La Zarzuela de Albuquerque, que es una entidad cultural dedicada sólo y exclusivamente a la presentación de ese género tan español, merece el respeto y admiración, no sólo de los que vivimos aquí, sino de todo el que se precie de su condición de español. A pesar de las presiones experimentadas desde hace 100 años por los nativos de Nuevo México, al igual que los de Arizona y otras zonas del Southwest, el español sobrevive y hasta, me atrevería a decir, aumenta el número de los que lo hablan, que hacen comprender a sus vecinos sajones que son más ricos que ellos, pues entienden y hablan dos idiomas y se mueven con suma facilidad en dos culturas. El día del estreno de La verbena de la Paloma tuve oportunidad de hablar con bastantes personas que habían venido a ver la representación y cuyos conocimientos del español eran muy limitados. Cuando les pregunté por qué iban, me respondieron que, como buenos neomexicanos, querían saber lo más posible sobre la cultura de un número elevadisimo de sus conciudadanos.
Descubrí esta misma mentalidad en una locutora de radio que me hizo una entrevista y que no hablaba una palabra de castellano. Su afán era llevar a sus oyentes la genial idea de que cualquier cosa hispana en Nuevo México era algo que todos los ciudadanos del Estado debían conocer, de la misma forma que los Vásquez y Lucero, cuyas familias llevan allí cientos de años, deben saber lo que significa en la usamérica de hoy el pasado de Plymouth y el Mayflower. Quizá por ello el alcalde de Albuquerque mandó a uno de sus concejales a que, aunque fuera con un acento anglo bien marcado, leyera antes del estreno una proclamación declarando aquélla La Semana de la Zarzuela en la ciudad de Albuquerque.
¿Cuántas tesis de licenciatura o doctorado se habrán escrito en España sobre la zarzuela...? Dudo que una sola. Sin embargo, en la sección de publicaciones de la Universidad de Nuevo México, en Albuquerque, tuve el placer de tener en mis manos una, escrita por una genial aficionada llamada Mary Army, dedicada a la historia de la zarzuela en aquel Estado. La tesis no está todavía publicada, pero imagino que es ya una parte imprescindible de la bibliografía zarzuelí, sea en España o en USA.
Apellidos españoles, costumbres ancestrales que nacieron quizá por las cercanías de Villalar o algún otro rincón castellano, religiosidad de recia raigambre hispana, un español con cadencias prestadas por las tribus locales y con un vocabulario que parece saltar de las páginas de Teresa de Jesús o de Cervantes, un orgullo hispano callado y sufrido, pero real... Todo esto, junto con desiertos sin fin, casas que recuerdan simultáneamente la civilización extremeña y la indígena de Mesa Verde, y con caracteres raciales que recuerdan al observador la facilidad con la que el conquistador se mezcló con el indígena, es lo que normalmente ofrece el Suroeste usamericano a quien quiera descubrirlo. Y, por si acaso el gusto del visitante es más sofisticado, los geniales neomexicanos están dispuestos, unas pocas veces al año, a entretenerle con una zarzuela más castiza que la calle de Alcalá.
Babelia
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