¿Yo? ¡Tauroadicto!
Estos descastados tiempos en los que el más tonto hace bombas, el más puritano misiles y el más revolucionario disidentes, aún parecen andar sobrados de tintas que derramar, en todos los colores, sobre nosotros, inocentes tauroadictos. Como acné precursor de primavera, en Madrid comparecen y embisten taurófilos y taurófobos. Aquéllos -los filo- invaden el redondel y derrotan mansamente en las tablas de su nostalgia, entre vacíos tarros de esencia y verónicas a la violeta. Su voz entretornada nos convence tan sólo de una cosa: cualquier tiempo pasado fue más joven, al menos para ellos. Éstos -los fobo- cornean al tauroadicto con romas o afiladas astas, según su calidad literante y literaria, hasta teñirnos de moralina, esa sangre incruenta y hemofílica del verbo.Yo, indigno tauroadicto, ruego a todos los dioses de la arena me libren de criticarles; me declaro incapaz de predicar a una mosca y únicamente espero el día en que todos, tirios, taurófilos, taurófobos y tauroadictos nos pongamos de acuerdo en gastar la pólvora -pero toda- en salvas. En salvas, que no en salvar a nadie ni a nada. Prometo no acudir a la plaza, al menos esa tarde, con la confianza de que la corrida se traslade al siguiente día feriado.
Recordarles que del festejo taurino -que no fiesta nacional- ha manado más inspiración pictórica, literaria, musical o escultórica que sangre, no justificaría el viaje, como tampoco renovarla tesis casuística del mal menor. Disertar sobre los 25 heroinómanos muertos en la vieja Roma neoyorquina en el tiempo que dura un combate de boxeo, teorizar sobre la caza del antílope en Kenia cuando 15 polizones keniatas son arrojados al proceloso océano, o criticar las sangrientas crucifixiones rituales filipinas, en tanto el desentrañado Ferdinand celebra otra Pascua no menos ritual e infinitamente más salvaje e indeseada con sus conciudadanos, vuelve a ser -y este tauroadicto indigno pide por ello al lector le dispense su ilustrada indulgencia- tan sólo un nuevo intento fallido de no hablar de toros y de usarlos únicamente como metáfora.
Una metáfora
Lo cual quizá tampoco esté tan mal, porque los toros -y la vida- puede que no sean, finalmente, nada más que, una metáfora borgiana bergaminiana o simplemente eterna. Como el río, al devenir hacia ninguna parte.
Haz ahora, desocupado lector, una pausa. Contempla la aguada que ilustra en esta página un instante de la fiesta. Podrás decir que no tiene sentido dibujar algo que ha sido fotografiado, pero sería más diáfano preguntarse la oculta razón por la cual el pintor Anciones complementa -que no sustituye- la información fotográfica, por qué su pincel -renovado y espléndido intérprete del festejo- baja cada tarde a la arena, deteniendo el tiempo en su convulsión feroz y paranoia velocística.
Los toros no son vicio inventado en nuestra época. El único vicio moderno es, precisamente, la velocidad, y el taurino festejo de discordia concordante, una de las maneras de dejar suspendido el reloj, quieto el pulso, suspenso el ánimo. Los toros, of course, pueden llegar a ser un vicio, y nefando. Como todo, se trata de un problema de medida, que se alcanzaría cuando las televisiones -las necesariamente plúrimas televisiones- retransmitiesen todas las corridas.
Los tauroadictos -que somos varios- proponemos, en benéfico consenso con taurófobos y con el esperado beneplácito de taurófilos, la supresión radical, total y absoluta de la transmisión televisante de corridas de toros.
Porque ver toros por televisión es igual, exactamente igual, que coitear por carta. O comer por teléfono.
Babelia
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