Tres artistas
Wim Wenders es un treintañero ambicioso que sorprendió a Europa con su dinámica y amarga versión de El amigo americano, tras haber realizado otras películas, quizá más personales pero con las que no había obtenido tanto triunfo.Incluso, más tarde, se le discutió aquella filmación de la agonía de su amigo Nicholas Ray que tradujo a un largometraje. Es verdad que pudo interesar a muchos por la novedad de su temática pero indignó a cuantos no valoran el cine por encima de la vida: las peticiones del moribundo para que la filmación acabara no fueron precisamente un estímulo para admirar a Wenders.
Esa frialdad se prolongó en Hammet, su primer filme norteamericano, que tantos quebraderos, de cabeza ocasionó a su productor, Francis Ford Coppola. Aun en El estado de las cosas con la que el pasado año ganó el León de Oro de Venecia mantenía Wim Wenders esa sorprendente negación a la ternura. Ha sido en París Texas, con la que ahora ha logrado la Palma de Oro de Cannes, donde se ha acercado con emoción a con templar la historia de un hombre extrañó que, quizás como él, deambula en busca de una meta clara. La alcanza cuando se sensibiliza a sus afectos y rompe el hermetismo que casi le conduce a la locura.
Dos santos inocentes
Alfredo Landa y Francisco Rabal son las figuras de un reparto que, por igual, secunda un esfuerzo. Ellos son los primeros inocentes de una galería de simples o de culpables, que el director Mario Camus ha filmado con una sensibilidad extraordinaria en Los santos inocentes, adaptación de la novela del mismo título de Miguel Delibes.Alfredo Landa es ese actor de siempre, nacido en el teatro hace ahora 25 años y vivo siempre en el cine. interpretando como protagonista la mayoría de sus 96 películas. Ha hecho de todo: el pobre soltero que quiere casarse con la niña de luto, el macho hispánico que se disfraza de gay para que no le deseen como al vecino del quinto, el obrero concienciado en un histórico puente de fin de semana, o el escéptico detective español que viaja a Nueva York.
De Landa, en una época se hizo el landismo, es decir, se distorsionó su representatividad en busca de bufonadas para mayor gloria de los productores que vieron en ellas un cine que, aunque de ínfima calidad, daba buenos dividendos. Pero él, actor por encima de todo, no desapareció bajo ellas. Pertenece Alfredo Landa a ese curioso plantel de actores a los que el tiempo mejora o que, porque siempre, palpitó en ellos un nervio de talento.
Francisco Rabal fascinó en el cine desde su juventud componiendo un galán que entonces no se daba. En plenos cincuenta, dio vida al obrero que descubre un camino a la derecha, al centurión seducido por Jesús, al joven exiliado que murió hace 15 años. Pero en Rabal dormía una inquietud que en aquella cerrazón política sólo producía contradicciones. Fue por su afán de búsqueda como trabajó con directores que otros ignoraban.
Fue el nazarín de Luis Buñuel y el cínico primo de Viridiana, también de Buñuel, con la que el cine español logró su única Palma de Oro de Cannes, hace ahora 23 años. Trabajó con Antonioni y Visconti, con Torre Nilsson y Carlos Saura alternando su carrera entre países, sabiendo crecer en su madurez, con la inevitable calva, con el rostro maltratado y esa sabiduría que el tiempo va surcando en los hombres sensibles. No cabe duda que este es su año. En los últimos meses le han llovido los premios por sus magníficas interpretaciones tales como en Truhanes, de Miguel Hermoso, o en Epílogo, de Gonzalo Suárez, esta última, por cierto, también estuvo presente en Cannes aunque fuera de competición.
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