Buenos y mejores aires
Buenos Aires ha estado siempre tan ligada a mi vida, que hoy, tras ocho años de alejamiento forzoso, mi reencuentro con la ciudad es algo que me conmueve y me estimula. Después de todo, aquí pasé el final de mi adolescencia: mi primer desgajamiento del hogar paterno coincidió con mi primera salida de Uruguay. Por distintas razones, ese período fue sobre todo una experiencia de soledad, y tal vez ésa fue la causa de que me sumergiera en la literatura. La plaza San Martín tiene conmigo desde entonces una relación casi amorosa, ya que fue allí, en domingos tan soleados como solitarios, donde establecí mis primeros lazos con Dostoievsky, Tolstoy, Stendhal, Flaubert, Borges, Quiroga, Arlt y, sobre todo, con Baldomero Fernández Moreno, el estupendo autor de Versos a Negrita y Epístola de un verano, cuya lectura despertó en mí al poeta latente que todos llevamos. En un instante en que la poesía rioplatense parecía destinada al hermetismo y la oscuridad, este poeta luminoso y sencillo (a quien no conocí personalmente) me convenció de que la claridad no estaba reñida con la poesía, y que precisa mente en esa claridad estaba mi único rumbo posible. En aquel momento, decisivo y tempranero, la poesía casi coloquial (muy anterior al coloquialismo como tendencia) de Fernández Moreno tuvo para mí, salvadas las distancias, el significado del anch'io sonn pittore, de Correggio, ante la Santa Cecilia de Rafael.En la plaza San Martín, rodeado de niñeras que, mientras custodiaban al bebé de la patrona, flirteaban púdicamente con los conscriptos de asueto, y con la Torre de los Ingleses como testigo, escribí los versos francamente malos de mi primer libro, que nunca reedité, pero eso importa poco. Lo que sigue siendo importante para mí es que en la plaza San Martín contraje el hábito (o el vicio) de la poesía, y en más de 40 años no he podido desprenderme de él.
Mucho tiempo después (de 1973 a 1976), Buenos Aires fue asimismo mi primer exilio, en pleno auge de López Rega y la Triple A. Creo que, en lo personal, fue la época más riesgosa y más dura que me tocó vivir; aunque, como autoafirmación y sobre todo como resguardo para no enloquecer, cada uno achicara deliberadamente ese riesgo y a duras penas se convenciera de que pisaba sobre seguro. El mejor recuerdo de esa etapa lúgubre es un llavero, sencillamente porque de él colgaban cuatro o cinco llaves, correspondientes a casas amigas a las que podía recurrir en cualquier noche insegura. Era el llavero de la solidaridad, tanto más rescatable cuando en ese tiempo había numerosos medios y canales y editoriales y proyectos, que no sólo me cerraban sus puertas sino hasta las ventanas. De los leales amigos que hice en esos años duros, algunos ya no están, y esa falta no sólo es un dolor sino también un alerta. Sé por experiencia que puedo llegar a aburrirme de mis rencores, pero también soy consciente de que nunca me repondré plenamente de ciertas ausencias (Zelmar Michelini, Gutiérrez Ruiz, y también Paco Urondo, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti) cuyas palabras puedo leer hoy como anunciaciones y también como croquis de adioses.
No obstante, hay algo que está claro: pese a la agudísima crisis económica sin soluciones en el horizonte; pese a los inevitables brotes de oportunismo y a la explicable desilusión de las Madres de Plaza de Mayo, todavía sin respuesta para su terrible, horadante pregunta; pese a todo lo que falta aclarar, remendar, juzgar, restaurar, cumplir, inventar, el clima que se respira en esta ciudad espléndida (probablemente la más hermosa capital de America) es de normalidad, de reencuentro, de libertad. La herencia letal viene de lo que aquí se llama eufemísticamente "el proceso", algo que con más realismo debería nombrarse simplemente "el desastre", ya que incluye, entre otras lindezas, nada menos que la ruina económica del país y la abominable industria de los desaparecidos. Alguien me lo dijo en estos días: Argentina vive simultáneamente dos posguerras. La pesadilla antisubversiva y el descalabro de las Malvinas, lastre más que excesivo para ser absorbido rápida y normalmente por un pueblo que ha comprobado cómo su nivel de vida ha descendido a abismos de los que el país no registra antecedentes. Lo peor de la hora actual sigue siendo ese legado ominoso; lo mejor, en cambio, es la sensación de libertad. Una transformación fundamental ha ocurrido en el alfabeto argentino, que ahora empieza con una A, y cuando yo dejé Buenos Aires en 1976, comenzaba con tres.
Un trabajo de Hércules
Lo agudamente polémico y conflictivo es el juicio y la sanción de este presente libre sobre el pasado infame. Con la dignidad de un coro de tragedia griega, las insobornables Madres de la Plaza de Mayo siguen reclamando justicia, pero en este rubro particular la pulseada entre pasado y presente no siempre concluye con el castigo, así sea mínimo, de quienes alcanzaron y hasta superaron las marcas más horrendas del nazismo. Las revistas humorísticas se solazan poniendo en evidencia las privilegiadas condiciones en que cumplen su reclusión los escasos jefes militares que han sido detenidos. La revista Humor, por ejemplo, incluye un dibujo de Viuti en el que se ve a dos tipos jugando al billar, un camarero que les sirve tragos, a la derecha un confortable saloncito con biblioteca y televisor, y al fondo una piscina con dos buenas hembras tomando el sol en estricta desnudez. En la puerta hay otro hombre que es introducido en el ambiente por un soldado. Uno de los jugadores de billar lo recibe con estas palabras: "¡Oh, qué decís, Basilio! ¿A vos también te tocó la misma celda?". Lo más grave es que la broma gráfica refleja fielmente la opinión de la calle.
Hace pocos días el presidente Alfonsín inauguró la X Feria Internacional del Libro con esta loable afirmación: "Nunca más se prohibirá un libro" y toda la Prensa lo destacó en grandes titulares. Pero el hombre de la calle sabe perfectamente que para que esa estupenda promesa sea creíble, debería ser respaldada por otra declaración de las Fuerzas Armadas en la que se asegurara que "nunca más se prohibirá un presidente". Las respectivas caídas de Frondizi, Illia e Isabel Perón avalan la fundada desconfianza. Entre los poderes fácticos y los tácticos; entre la mirada torva de los uniformados y la mirada codiciosa del Fondo Monetario Internacional, el Gobierno
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de Alfonsín, pese a sus evidentes buenas intenciones, no la tiene fácil. Y cuando circuló la estremecedora noticia de que Reagan había telefoneado al presidente argentino para felicitarlo, la gente calculó de inmediato que el país seguiría arruinándose, el trabajador ajustándose el cinturón (y hasta quedándose sin él), y los militares planificando desestabilizaciones.
Alfonsín sigue manteniendo credibilidad y popularidad, y eso es positivo. Pero para mantenerlas (y esto es lo inquietante) por un período extenso, debería complementarlas con ciertas muestras de verosímil osadía, y francamente ignoro si engranan con el arduo contexto y menos aun si forman parte de su carácter. Soplan en la capital argentina buenos y mejores aires, pero sólo una arraigada conciencia colectiva puede impedir que vuelvan a soplar malos y peores. Si la derrota de la dictadura fue una dura y prolongada empresa, la estabilidad, defensa y profundización de la democracia será un trabajo de Hércules.
Mientras tanto, la noche por teña ha recuperado su atractivo de siempre, con las calles repletas, el humor rampante, los cines que (¡oh feliz reencuentro!) jamás emplean el doblaje sino las versiones originales, los cafés donde se dan cita los grandes conversadores, la luna que asoma entre los letreros luminosos y la gente que camina y camina la noche.
En otros lugares del país y de la misma ciudad está la tangible miseria, algo que también es Buenos Aires, pero así, con sus frágiles luces y sus profundas tinieblas, siento que después de tanto errar por plazas y aeropuertos, por aduanas y fronteras, estas dos semanas porteñas, tras ocho años de distancia, son mi primera aproximación a un mundo que me atañe, ya que, entre otras cosas, Montevideo está desde aquí casi al alcance de la mano.
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