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Vincent Price: "Reírse es la única forma de vivir la vida"

El gran histrión del cine terrorífico dice que Hollywood sólo quería éxitos y risas

"Oh, my God!", dice emocionado, mientras contempla una extraña fotografía en la que, disfrazado de mujer, Vincent Price trata de subirse una media. A su alrededor, otros actores de la época, igualmente travestidos para actuar en una fiesta benéfica durante la segunda guerra mundial. Las actrices, por su parte, se disfrazaron de hombres para la misma ocasión. "Es divertido, muy divertido. Oh, my God!. Reírse es la única forma de vivir la vida".

La imagen de Ed Winn, Eddie Cantor, Boris Karloff y Clifton Webb lo trasladan a los años en que actuó junto a ellos en aquel Hollywood que, según nos dice, era fundamentalmente divertido. "Ahora todo es más serio. No hay más que ver a Al Pacino para darse cuenta de que vivimos rodeados de dramas. Nadie se divierte".Vincent Price presume, con razón, de saber reírse de las cosas o, al menos, de reírse del cine que hizo, de los oscars de la Academia ("se daban por política de los estudios de filmación"), de los filmes de terror que ha interpretado con tanta asiduidad.

Vincent Price es más respetuoso al hablar de sus dos aficiones preferidas: el arte y la cocina. Se interesa más por el Prado que por el cine, por las tapas que sirven en los bares que por el festival madrileño que le ha invitado. Goya, sobre todo Goya; ésa es su pasión. "Goya", dice, "tuvo la más incisiva e inteligente mirada sobre la condición humana". Buscó cuadros suyos en la época en que fue contratado por Sears para localizar obras de arte por todo el mundo: "Compré 55.000 piezas de arte". Ahora, trabaja en un volumen sobre los museos del mundo. "El Ermitage sería el primero. El Prado, el segundo; visitarlo es una experiencia maravillosa, porque su muestra acaba en Goya, en el principio del arte moderno".

El cine no es trascendente

"Las películas son para el momento; el arte, para la eternidad", asegura con entusiasmo Vincent Price, quien a sus 73 años mantiene viva su curiosidad, preguntando sobre los pintores españoles actuales y confesando su entusiasmo por Lucio Muñoz ("wonderful") y su pena por la muerte de Juana Mordó ("era un genio"). Aunque, sin embargo, no oculta que al menos dos de sus películas son obras de importancia -Laura, que dirigió Otto Preminger en 1944 y El castillo de Dragonwyck, a las órdenes de Mankiewicz, en 1946-, prefiere seguir hablando de cuadros y artistas. De hecho, antes de iniciarse en el cine, en 1938, había cursado estudios de arte en distintas universidades; estudiarlo era su intención.Hace años redactó el texto de un libro que versaba sobre la interpretación que Miguel Ángel hizo de algunos pasajes de la Biblia, y cuando le comparamos ese trabajo con el rodaje de Los diez mandamientos, sonríe: "Cecil B. de Mille tenía un gran sentido del humor y utilizaba de forma clara el dinero que le daban. Ahora las películas son igual de caras o incluso más, pero sólo te muestran la esquina de una casa; no hay pirámides. Me parece que la decadencia actual del cine se debe a que ha perdido el sentido común. Se gastan el dinero por el privilegio de poder decir 'mierda' un montón de veces. Yo sigo yendo al cine, pero procuro seleccionar. No veo más películas de terror; ya sé cómo se hace la sangre, cómo se amputan brazos, cabezas y demás. Siempre es lo mismo".

Entre sus numerosas películas, Dos pasionjes y un amor le hizo conocer a la entonces incipiente estrellita de Hollywood, Sara Montiel. Recuerda anécdotas de aquel rodaje que le hacen reír, sobre todo en lo que se refiere a Mario Lanza, que en el texto original debía enamorarse de un hombre pero la censura transformó aquel personaje en la mujer que interpretó Joan Fontaine: "Mario Lanza debía llevar una dieta muy rígida porque se había puesto morado de comer pastas. La dieta era de ajo y whisky por lo que cada vez que abría la boca para cantar teníamos que salir huyendo. Las escenas de amor eran las más divertidas: creíamos morir de risa al ver las caras de las actrices".

"Son mis únicos recuerdos de aquel Hollywood. He reducido cada película a momentos de ese tipo. De Los diez mandamientos casi sólo recuerdo a aquella muchacha que debía meterse en el barro a las seis de la mañana y quedarse dentro durante todo el día. LLevaba así varias semanas hasta que un día, desesperada, se dirigió a un ayudante de dirección: '¿Con quién hay que acostarse para salir del barro?', preguntó indignada. No sé qué habrá sido de ella".

La risa es lo que importa

"Había que divertirse. Si he rodado tantas películas con Roger Corman es porque con él nos podíamos reír. O con Peter Lorre o Boris Karloff, el más perverso de todos, que decía cosas terribles mientras rodaba con cara seria. Cuando rodamos El cuervo, que era una película imposible porque se inspiraba en un poema sin historia, Boris decidió que nos debíamos reír cada mañana, y se inventaba disparates que el director no siempre entendía. Cuando salíamos a la calle firmábamos autógrafos cambiando nuestros nombres: la gente no nos diferenciaba. Me parece que ahora Hollywood se toma más en serio, con una trascendencia a la que no le veo sentido. Nosotros nos divertíamos más. Tenga usted en cuenta que Los crímenes del museo de cera, que fue una película de terror y en relieve, estuvo dirigida por un tuerto. No había forma de no reírse"."Es probable que fuera el rodaje de La canción de Bernardette el que mas risas nos provocó. El plató estaba lleno de consejeros religiosos, y para entretenernos mientras se ponían de acuerdo en cuál fue la visión que había tenido Bernardette (ninguno lo sabía, porque ninguno estuvo allí) procurábamos golpear en el culo a las actrices que hacían de figurantes vestidas de monja para, como por error, dar un tortacito a alguna monja auténtica. El público no pudo imaginar cómo hicimos aquel filme tan religioso. Linda Darnell, que interpretaba a la Virgen, tenía un embarazo muy avanzado, y el director tuvo que cambiar su plan de rodaje para hacer la película verosímil. En aquella época no le dábamos al cine la consideración de obra cultural con que se analizaba en Europa; importaba solo los oscars, el glamour, la taquilla. No teníamos pretensiones. Como mucho, existía la ilusión de que tu nombre apareciera escrito en los bulevares de Hollywood. Todo el mundo quería provocar la admiración de sus nietos y luchaba por lograr que su nombre estuviera entre los famosos. Ésa era la ilusión; el arte era lo que daba dinero en taquilla".

"Como en pintura existe el mito de que los grandes artistas murieron pobres, sólo se ha filmado la historia de Van Gogh, que se cortó una oreja; porque no podemos tener en cuenta El tormento y el éxtasis: era imposible creer que CharIton Heston fuera Miguel Ángel. Estaba terrible en esa película: seguía siendo Moisés".

Dice Vincent Price que él mismo se daba miedo y risa al verse con la máscara de Los crímenes del museo de cera, pero que a la gente le encantaba porque "le servía de catarsis, como los cuentos de hadas. En la vida real nunca han pasado cosas tan terribles", pero niega la posibilidad de que puedan hacerse análisis de ese cine. Muestra un claro distanciamiento respecto a las películas que ha interpretado porque, mientras niega que esas películas representen algo, considera que sí pueden estudiarse los textos de Edgar Allan Poe en los que muchas se inspiraban: "Es muy claro. Usted puede dar mil vueltas a Don Quijote de la Mancha, pero jamás podrá tomarse en serio El hombre de la Mancha: Cervantes no cantó nunca ni pudo imaginar que Dulcinea fuera Sofía Loren. Dios mío, estuve varias noches sin dormir después de ver la película, y aún no he conseguido olvidarla". "Ríase usted. Es la única manera de soportar la vida".

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