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Tribuna:Historias de fin de siglo
Tribuna
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Fin del mundo en la chimenea

Manuel Vicent

Sin duda el fin del mundo llegará precedido por un período de grandes mutaciones biológicas y los monstruos engendrados por la radiactividad tal vez solucionen el problema del hambre cuando ya ningún mortal tenga apetito. Los boquerones se transformarán en ballenas, las coles de Bruselas alcanzarán la altura de un eucalipto y un ejército de centollos del tamaño de una carroza arrastrará sus pinzas por el asfalto como un desfile de carnaval en dirección a las marisquerías. En este sentido habrá comida para todos. Antes del solemne cataclismo el planeta se cubrirá con un minuto de silencio y los monos del zoológico se pondrán muy nerviosos. Ésa puede ser la señal.-Esta chimenea tira bien, oye.

-Oh, sí, muy bien. Hemos tenido suerte.

-Cada chimenea esconde un secreto.

-Acabamos de comprar el chalé.

-¿Estáis contentos?

-Siempre habíamos soñado con esto. Esperar los misiles junto al fuego, tomando copas con los amigos.

La gran calabaza nuclear

En aquel grupo había de todo: intelectuales alpinistas, antiguas feministas de tijera y psiquiatras intérpretes del Apocalipsis. Eran siete, un número de cábala, y no se sabía exactamente quién hacía pareja con otro, excepto el joven profesor del instituto y su mujer aún legítima, que acababan de comprar la casa a un matrimonio belga con perro doberman. Pertenecían a esa clase de progresistas revenidos de melena calva y sexo gastado que han pasado del marxismo a la marihuana, del cáñamo a la ecología, de la comuna de vacas al esoterismo egipcio y de las pirámides a la moda del fin del mundo con remate nuclear. Les quedaba cierto afán montañero, y este refugio en la sierra conservaba un espíritu de alta cabaña, lejos de las radiaciones, muy idóneo para hablar impunemente de orgasmos y explosiones atómicas alrededor de la chimenea escondida. Al parecer, ninguno quería perderse la apoteosis. Una noche de verano con luna llena en la popa de los yates se celebrarán fiestas paganas y en las terrazas de todos los litorales, bajo el perfume de jazmines y magnolios, las orquestinas tocarán lentas melodías de amor. Previamente habrá una señal algebraica en el firmamento, que sólo los turistas matemáticos serán capaces de descifrar si dejan de mirar las tetas de su amante y levantan los ojos hacía las esferas. Las estrellas cambiarán de lugar, se trabarán formando nuevas ecuaciones, binomios, fracciones o quebrados cuyo resultado será la hora H. De pronto, todas las luces del cielo se convertirán en astros fugaces y los vocalistas románticos, después de cantar Siboney con mucha nostalgia, anunciarán la llegada del hongo escarlata. La calabaza atómica se alzará en las tinieblas con suprema elegancia y cualquier inocente la podrá ver.-¿A ti cómo te gustaría acabar?

-Asomado al tendedero, viendo a Gilda cabalgar en una bomba que cae en el patio interior.

-¿Y a ti?

-Blasfemando un poco.

-Eso no es coherente -dijo el psiquiatra.

-¿Ah, no? Entonces haciendo el amor con alguien sobre el felpudo de la perra.

El psiquiatra de melena calva contaba a sus amigos que el fin del mundo no producirá ninguna histeria colectiva. No habrá pillajes, atascos de coches, rebeliones masivas del instinto ni ese festival de latas de conserva en las cunetas que se ve en las películas. El gran cataclismo vendrá en medio de una suave aceptación, como sucede con los agonizantes privados, que en el último momento ceden, quedan en paz boca arriba en el colchón y tienen maravillosas visiones antes de estirar la pata. Cuando un tipo presiente que va a morir, primero se sorprende, después trata de pactar con unas fuerzas irracionales, bien sea con Dios o con el médico de cabecera, luego el alma se resiste con violencia a salir y, finalmente, se abandona a sí misma a la dulzura de una bahía donde ya percibe el sabor afrodisiaco de la orilla. Ahora la humanidad está en la fase de los tratados o de la nerviosa resistencia a desaparecer. Dentro de poco penetrará en un tiempo de esplendor conformista lleno de prodigios y espectáculos de luz y sonido. Las imágenes más increíbles se sucederán y cualquier milagro o aparición será tomado como algo normal durante el largo minuto de silencio que reine en el planeta mientras la gran calabaza nuclear cubra el sol o incendie la noche. Un coro de bailarinas sudanesas en la pasarela cósmica danzará un tam-tam escalofriante en cada horizonte, a modo de despedida. No estará bien visto alarmarse, sino aceptar o consumir el fin con desgana, sentados con decadente desmayo en el sillón preferido y sin sorprenderse de nada.

El juego del orgasmo psicológico

Tal vez excitada por las postrimerías, una chica de la reunión propuso el juego del orgasmo psicológico mientras alguien leía salmos del profeta Isaías, pero en ese momento cayó en el fuego desde lo alto de la chimenea una pulsera de oro, aunque nadie reparó en ello. La experiencia erótica de última moda consistía en ponerse en círculo mirando los ojos de la pareja echada en suerte y acariciar las yemas del vecino hasta llenar con el pensamiento lascivo los bulbos de abajo. A la pulsera de oro siguieron otras joyas. Una esmeralda se desprendió de la oscuridad envuelta en hollín y quedó como una brasa verde destellando luces entre las cenizas. A continuación comenzaron a rebotar metales preciosos llovidos del cielo en los troncos de encina y las llamas de la chimenea pronto se convirtieron en una fragua de anillos, brazaletes, diademas, collares de perlas, pendientes y monedas de ley que saltaban con guiños de vidrio y se derramaban en la hoguera. Parecía que un dios en el tejado de aquel chalé de la sierra estaba vaciando el cuerno de la abundancia por un tubo y en el fuego crepitaban diamantes y fina bisutería de muchos colores. El grupo de intelectuales alpinistas se dio cuenta del suceso, pero implicados en un clima de apocalipsis con un ingrediente erótico, ninguno quería tener el mal gusto de pronunciar la primera exclamación. Por la chimenea también cayó un fajo de billetes de banco, que ardió en seguida. El olor a carne ahumada se inició poco después y nadie era capaz de adivinar de dónde procedía. La sala y los pasillos de la casa se fueron impregnando lentamente de un sabor a chuletas. ¿Acaso no sería esto un presagio del fin del mundo? Grandes riquezas y chamusquinas, batallas carniceras y coronas de oro se anunciaban en aquellos salmos del profeta que uno del grupo leía en alta voz.-¿Lo ves? Siguen cayendo más joyas por la chimenea.

-¿Te parece lógico?

-Ahora en todas las chimeneas del mundo llueven diademas. Es la última novedad.

-No lo sabía.

-Debes acostumbrarte.

-¿Y el perfume de carne quemada?

-Será alguno de nosotros que se está poniendo demasiado cachondo.

-Será.

Entre ellos se decían cosas divertidas; todos trataban de comportarse de una forma aguda e informal. El corro de intelectuales, bajo el salmo mortífero de Isaías, aún jugaba a acariciarse frente al tesoro del fuego, pero llegó un momento en que el olor de la parrilla se hizo insoportable y entonces se escuchó el grito detrás de un tabique, seguído de algunos gemidos de ultratumba. Fuera soplaba un ventarrón de primavera que hacía rechinar las varillas de los toldos y los cristales de las ventanas. Todavía no cundió el pánico en la reunión, ya que podía tratarse de una broma. Además, eso no era nada comparado con el fin del mundo. El apocalipsis es una especie de misterio de la casa encantada a escala universal.

La estética de postrimerías

A pesar de eso, ellos comenzaron a abrir las habitaciones, a destapar baúles, a escrutar el secreto de cada armario y a comprobar el horno de la cocina. No hallaron nada raro, aunque un eco de jadeos de lástima retumbaba siempre detrás de las paredes. El psiquiatra advirtió a sus amigos con sonrisa de conejo que podía tratarse de un caso de psicosis o de alucinación de grupo y se sentía en cierto modo orgulloso de sus, dotes de sugestión. Eso era exactamente. Un refugio de montaña, la lectura terrible de Isaías, la amenaza de guerra nuclear que viene en los periódicos y la estética de postrimerías habían hecho, gracias a su palabra, un buen trabajo en el corazón de aquella gente tan moderna. Un día no lejano el cielo se cubrirá de ángeles negros, de murciélagos o querubines de amianto, y cuando en las terrazas de las cafeterías los simples mortales estén tomando horchata impunemente, el desgarrado alarido del hijo del hombre, dentro de un estallido de trompetas siderales, sacudirá el cosmos. Eso estaba muy bien. Incluso no dejaba de poseer cierta belleza. Pero el fin del mundo en aquel chalé de la sierra había adoptado una forma demasiado vulgar. Las radiaciones atómicas olían como un asado de chorizos en Casa Paco, un ser misterioso, tal vez emparedado, aullaba tibiamente un dolor de muelas y el humo pestilente de carne, mezclado con un hedor a zapatilla chamuscada, lo inundaba todo y sólo te obligaba a toser.El profesor del instituto comenzó a sospechar de los antiguos dueños de la casa, aquel matrimonio belga con perro doberman que había desaparecido sin dejar instrucciones para una nueva existencia. Sin embargo, las joyas eran auténticas y estaban desparramadas en la piedra de granito.

Una chica rescató del fuego una diadema de esmeraldas ardientes y se la puso en la frente. En ese momento los jadeos del moribundo cesaron, pero en la frente de aquella mujer quedó grabado un jeroglífico que nadie supo interpretar. Era un símbolo de ganadería o hierro de divisa quemado sobre sus cejas.

-Puesto que nada se ilumina, hagamos el amor.

-Oh, sí. Es una buena idea.

-¿Me quieres?

-Tal vez.

-Hay que tener experiencias corporales bajo el misterio.

-Es un método de análisis.

El grupo se emparejó, excepto uno, que todavía leyó el último salmo de Isaías. Estos intelectuales alpinistas, antiguas feministas de tijera y psiquiatras intérpretes de sueños pertenecían a una clase de progresistas, revenidos y posmodernos que habían pasado del marxismo a la marihuana, del cáñamo a la ecología, de la comuna de vacas al esoterismo del Alto Egipto y del templo de Luxor a la moda del fin del mundo con el gran festín nuclear. Mientras ellos se amaban en los sofás y en los catres de cada alcoba, en el interior de la chimenea ardía lentamente el cadáver de un hombre. Ésta es una pequeña historia real. Aquella casa había sido visitada antiguamente por los ladrones, y el matrimonio belga había instalado una reja en mitad de la chimenea para que los visitantes no se colaran por ella como otras veces. Un ladrón con un alijo de joyas había quedado atrapado allí y ahora su carne con harapos se quemaba a fuego lento como un pollo, pero el fin del mundo, con gritos de suaves orgasmos, continuaba en aquella cabaña.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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