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El despertar de los utópicos

Nos encontramos inmersos en una cultura, la occidental, que ha apostado por lo universal; y el peligro que la acecha es el de perecer por lo universal. Lo universal es tanto la extensión del mercado, de los intercambios monetarios o de los bienes de producción, como la extensión universal del propio concepto de cultura. Lo universal es también una ideología que Occidente ha encarnado en el imperialismo de la idea de cultura. Pero desconfiemos de esta idea. La cultura sólo ha llegado a ser universal al centralizarse y formalizarse en la abstracción -al igual que en la revolución- y por ello es tan devoradora de toda singularidad como la revolución de sus hijos.Esta pretensión de universalidad tiene como consecuencia una similar imposibilidad de diversificación hacia abajo, de descentralización, y de federación hacia arriba. Una nación, o una cultura, una vez centralizadas según un proceso histórico coherente, experimentan dificultades invencibles, tanto para crear subconjuntos viables como para integrarse en una superestructura coherente. Esta misma dificultad aparece también en el caso de las disciplinas de corte teórico y científico: hay una especie de fatalidad y de irreversibilidad en el proceso centralizador, incluido el de la cultura, que hace que quizá no haya otro destino para una civilización que ha apostado por lo universal, que perecer a manos de lo universal.

EE UU no tiene el insoluble problema de la federación porque es, de entrada, y desde el comienzo de su historia, una cultura (o una incultura) de la promiscuidad, de la mezcla nacional y racial, de la rivalidad y de la heterogeneidad. Y esto puede verse todavía hoy en Nueva York, donde distintos edificios han ido dominando de forma sucesiva la ciudad; donde cada etnia ha impuesto su propio dominio, y donde el conjunto ofrece una impresión, si no de igualdad y fraternidad, cuando menos de convergencia en la fuerza. No se trata de unidad o pluralidad, sino de intensa rivalidad, de potencia antagonista, lo que da lugar a una complicidad y una atracción colectiva más allá de la cultura o de la política, en la violencia, e incluso en la banalidad, del modo de vida.

Demasiada historia

Esto es lo que nos falta. Tenemos demasiada historia a nuestras espaldas. Y nuestra historia no es otra que la de los ideales históricos en busca de su realización imposible, mientras que la de EE UU es la de una utopía realizada. No es falsa la convicción idílica de los americanos de ser el centro del mundo, la potencia suprema y el modelo absoluto. No está basada exclusivamente en los recursos, la técnica y las armas (cosas de las que también dispone, relativamente, Europa), sino que se funda en el presupuesto milagroso de una utopía hecha realidad, de una sociedad que, con una candidez en ocasiones insoportable, se constituye sobre la idea de que ella es la realización de todo aquello que los demás han soñado: justicia, abundancia, riqueza, libertad. Y esa sociedad lo sabe, cree en ello y, en definitiva, los demás acaban por creerlo.

El ideal anticipado más allá de la historia -y no hay que olvidar la consagración fantástica que de esto ha llevado a cabo el cine- se ha atrevido el nuevo mundo a materializarlo sin esperar a más mediante una especie de golpe de fuerza teatral. Por esta razón, y se piense lo que se piense de la arrogancia del dólar o de las multinacionales, es la cultura norteamericana la que fascina y atrae a nivel mundial, incluso a aquellos que tienen que sufrirla.

En este intento de replantear Europa como cultura y como historia, no hay que olvidar aquella experiencia, asombrosa y fatal a un tiempo, que fue la extensión, allende los mares, de la cultura y la ideología europeas. Al ser exportado, el ideal se aligera de su historia, se desarrolla con sangre nueva y una energía experimental. El dinamismo de los nuevos mundos es siempre testimonio de su superioridad sobre la madre patria, porque hacen operativa la utopía que ella cultivó como fin último y secretamente imposible.

La aparición de estas sociedades sin historia (tras el fenómeno mundial de la colonización) hurtó el destino a las sociedades históricas. Al extrapolar brutalmente su potencia y su ideal de ultramar, estas últimas perdieron el control sobre su propia evolución. El modelo ideal, tan celosamente guardado, fue la causa de su destrucción. Y ya nunca volverá la supremacía de su historia o su cultura. Para los valores históricos, políticos y metafísicos europeos, el momento de su proyección y realización, al otro lado del Atlántico es un acontecimiento irreversible. Y esto es lo que nos separa de los americanos.

Y no es otra la causa de que no podamos más que imitarles, incluso parodiarles y, con mucho retraso y sin demasiado éxito, soñar en los Estados Unidos de Europa; nunca tendremos el candor que se encuentra en el origen de la unidad de los americanos. Nos falta el espíritu, la audacia, de lo que podríamos llamar el grado cero de una cultura, la potencia de la incultura. Por mucho que intentemos, más o menos, adaptamos a ese modo de vida, su visión del mundo se nos escapará siempre, al igual que la Weltanschauung histórica y filosófica de Europa escapará siempre a los americanos.

Continuaremos siendo nostálgicos de la utopía, desgarrados por el ideal, aunque rechazamos su realización. Continuaremos diciendo que todo es posible, pero, jamás, que todo se ha realizado. Nuestro problema es que nuestros antiguos fines -revolución, progreso, libertad- se habrán desvanecido antes de que puedan ser alcanzados, sin haber logrado siquiera, salvo en raros momentos, vivirlos como realidades. De ahí, la melancolía.

¿De dónde podría venir el impulso que, gracias a un nuevo truco teatral, pusiera fin a la disparidad de los países europeos, por la cual cada uno de ellos se ve condenado a proteger su patrimonio y sus privilegios, es decir, a gestionar el fin de su propia historia? No vendrá, ciertamente, de la escena política, que no es sino una instancia inmóvil y charlatana.

Nos queda la cultura como valor supranacional de intercambio y creatividad, como posibilidad de impulso y de consenso alegre y confiado (mientras que lo político y lo económico buscan desesperadamente un consenso desgraciado. Los resultados son, cuando menos, inciertos, aunque no desdeñables. Pero hay que señalar que se trata de una cultura promocional: promoción de museos, del patrimonio, de Francia como obra de arte en peligro. Promocíón del repertorio cultural. O bien, promoción del laboratorio cultural: el hiperrealismo de la comunicación, la animación en todos los campos, el vídeo y la informática, gracias a los cuales los bienes culturales circulan aligerados de pasado, de valor específico, en sucesión y equivalencia ininterrumpidas.

Pero la verdadera cultura no es ciertamente un valor de reconciliación, y sí es algo muy diferente de la sola herencia o promoción de bienes culturales, incluso a nivel internacional. La cultura es una forma que excede irreductiblemente a los valores materiales de una sociedad: es una forma de desafío de la sociedad a ella misma y a sus propios valores, una forma de sobrepasar sus propios principios de realidad e identidad. La cultura es relampagueante, atractiva, seductora, prestigiosa y gloriosa; gracias a ella, una sociedad exalta su singularidad. Hoy se restringe el concepto de cultura al de afirmación y expresión -lingüística, étnica, artística- de una identidad.

Europa se encuentra en la trampa de buscar una identidad inencontrable. Una identidad por defecto, y una cultura que represente su mínimo común denominador. Pero hay que apuntar más alto. No basta con buscar la identidad, hay que apuntar a la gloria.

, escritor y sociólogo francés, es autor, entre otros libros, de El sistema de los objetos, El intercambio simbólico y la muerte y De la seducción.

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