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Tribuna
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¡Es la democracia...!

Me lo encuentro todas las mañanas desayunando, a primera hora, en un bar de la Gran Vía. No rebasará los 60 años; es un hombre rechoncho, con cabeza grande, que contribuye a redondear la pesadez de la figura. Hablando sin cesar con el camarero -que, amable, se limita a llevarle la corriente-, comenta las noticias recién leídas en los titulares de la Prensa o escuchadas en el primer programa informativo de Radio Nacional, para deducir de ellas, infaliblemente, conclusiones desoladoras; sin el menor intento de profundizar, o de comprender, y achacando cuanto ocurre a este Gobierno -ya sea la huelga del Metro, o la reacción obrera contra la ineludible reconversión industrial, o el terrorismo etarra, o las gentilezas de Francia-. Su irónico dictamen final viene a ser siempre el mismo: "¿Qué quieres? ¡Es la democracia!". Y así, despachados los problemas del país, se engolfa, como postre compensatorio, en el tema deportivo, quiero decir en el mundo del fútbol y de las quinielas.El caso -el personaje, su visión simplista y reaccionaria de nuestra política, grande o pequeña- puede verse repetido, multiplicado cada día en muy diversos enclaves de la vida social madrileña. Escuchando a comentaristas de taxi o de café, como mi vecino de barra, es fácil detectar un punto de vista o una actitud, identificable con el talante de un amplio sector pequeño-burgués en el que pervive, recalcitrante, la impronta de los 40 años franquistas.

Porque el Iranquismo reconoció su principal enemigo en el liberalismo dernocrático: contra él se alzó y, contra él mantuvo la guardia hasta el último momento. El refugio en una presunta "democracia orgánica", apresuradamente erigida cuando el crepúsculo del orden hideriano, era ya un hecho, no supuso otra cosa que una burda coartada para intentar la convivencia con los vencedores del fascismo y del nazismo; pero incluso entonces una cosa sería el enmascaramiento de cara al exterior y otra la postura real, inalterable, mantenida en el interior hasta la muerte del patriarca. Declararse liberal, siquiera fuese al modo humanistade Marañón, suscitó siempre toda clase de recelos en aquella España, porque los liberales veníamos a ser algo así como los compañeros de viaje de los rojos -alguien me acusó, cuando apareció la circunspecta (¡cómo no!) primera edición de mi España contemporánea (y corría el año 1961) de estar inspirado en "masones, liberales y rojos"-. Claro, que ser liberal en 1945, en 1950, en 1960 implicaba, necesariamente, ser demócrata, y ésas eran palabras mayores.

A estos comentaristas de café convendría recordarles que nuestros problemas actuales -muy enconados, ciertamente- no han sido consecuencia de la democracia, sino que, por el contrario, han brotado y crecido a favor de la excesiva tardanza en nuestra recuperación democrática. El capítulo quizá más admirable a lo largo de la historia española contemporánea -el proceso de transición de la dictadura a la libertad, logrado sin revanchismos ni rupturas catastróficas- coincidió con los niveles más bajos de una crisis económica, que en parte era versión indígena de la amplísima crisis mundial iniciada en 1973, y en parte, resultado del desafase (evidenciado por esa misma crisis) de los caminos escogidos po el régimen anterior para articular la industrialización de nuestro país. Y, asimismo, toda la inmensa buena voluntad desplegada por los primeros Gobiernos de la Monarquía para cerrar las heridas hondísimas creadas por la obcecación de Franco en su empeño centralizador no fue bastante a superar la cruenta ruptura, degenerada en el terrorismo etarra, de los nacionalismo exasperados.

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Es evidente que en la consideración de nuestros actuales problemas, los críticos de café confunden causa y efecto, sitentizando sus conclusiones en la socorrida frase: "Con Franco vivíamos mejor". Claro es, el vivíamos mejor oculta montañas de egoísmo: se trata de una expresión plural que no abarca, realmente, más que determinadas parcelas de la sociedad española, olvidando a la media España oprimida o desplazada por una victoria que nunca quiso ser paz verdadera. Pero, además, implica la vergonzosa nostalgia de un régimen que, por lo pronto, amputaba la capacidad de los españoles para elegir el propio destino, negando su esencial dimensión humana de ciudadanos libres, y que, por ende, en los bien avenidos con el sistema -no contando, desde luego, a sus beneficiarios y responsables directos- suponía algo así como un voluntario eunuquismo.

En las reservas, irónicas y estultas, contra la democracia rebrota el eco vergonzoso del vivan las cadenas fernandino. Sino que hablar de los tiempos finales del absolutismo nos remonta a una época en que los elementos populares -lo que luego se llamaría el cuarto Estado- no habían pasado de la categoría de instrumento (de inconsciente masa manipulada) en las pugnas políticas y sociales. Sabemos que la conversión de ese pueblo de instrumento a sujeto de la acción política fue un factor de desarrollo social mucho más importante que el que puedan ofrecemos los índices de producción o el desnivel entre población urbana y población campesina. Y ese fenómeno despuntó ya entre nosotros al iniciarse la baja Edad Contemporánea, en los días de la llamada revolución gloriosa. Por eso me alarma, como un tirón tercermundista, la confesada predisposición a retrogradarse que muchos descubren en sí mismos, renunciando a la dignidad de ciudadanos libres para reducirse (al menos en la añoranza) a la indignidad del vasallo.

He aquí un triunfo póstumo del franquismo: el franquismo de los peores tiempos, el de los años cuarenta o cincuenta. Por muy reducido que el sector de los nostálgicos sea, su presencia en nuestra realidad de hoy me produce el mismo sonrojo que aquella chulesca expresión de Tejero al sintetizar sus propósitos salvadores: "Se trataba de meter a España en cintura". Una expresión adecuada, sin duda, a los nuevos voceadores del infamante vivan las cadenas.

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