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Crítica:MÚSICA CLÁSICA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Evocación del talento, de Igor Markevitch

Orquesta de RTVE. Director: Oleg Caetani. Pianista: Carlota Garriga. Obras de Markevitch y Franck.

Teatro Real. Madrid. 15 y 16 de marzo de 1984.

Al cumplirse un año de su muerte, la figura y la obra de Markevitch han recibido homenaje de la Orquesta de Radiotelevisión Española, de la que fuera titular-fundador. Ausente para siempre el maestro, ha estado entre nosotros su hijo Oleg, para dirigir algunas obras de su padre: Icaro (1932-1943) y la Partita para piano y orquesta (1931). Y ha sido Oleg Caetani quien, en el entreacto del concierto, recibió de manos del delegado de la Orquesta y Coro de RTVE la cruz de la Orden del Mérito Civil que el rey Juan Carlos había concedido al que fuera primer director de la Orquesta Sinfónica de Radiotelevisión Española.

Markevitch era, como se escribe ahora, una figura poliédrica, un hombre doliente y alegre, grave y cosmopolita, en el que anidaban las inquietudes de su tiempo y la naturaleza de un señor del Renacimiento italiano. La fuerza de su rara personalidad lo anegaba todo, así que cuando en medio de una Europa sacudida fuertemente por Igor Stravinski aparecieron las primeras obras del que entonces era un compositor que dirigía, causaron sensación y provocaron elogios tan ardientes como el de Béla Bartók. Markevitch fue el último gran hallazgo de Diaghiliew, personaje que no demostró equivocarse a la hora de descubrir talentos.

Sorprendió a todos -entre ellos a nuestro Adolfo Salazarel que el compositor parecía también un extraordinario director, lo que, dígase lo que se quiera, no suele ser frecuente. Así, el creador acabó cediendo el paso a uno de los grandes, nombres de la dirección contemporánea, con lo que cayó sobre la obra de Markevitch una suerte de velo, tejido en gran parte por los plurales merecimientos de su autor.

Vitalista

Markevitch, a pesar de su siempre desigual salud, era un enorme vitalista; quiere decirse que amaba el hoy mucho más que la problemática gloria del mañana. Muchas veces, como yo insistiera sobre el interés de su obra, me dijo: "Yo no quiero ser un Gesualdo al que descubra dentro de 100 años un musicólogo tedesco".

Sin embargo, el conjunto de la obra de Markevitch, ahora editado por la Boosey, es algo que debe recuperarse; al final de sus días, el propio Markevitch dejó todo lo suficientemente dispues to como para que el hipotético musicólogo tedesco se dedique a otros predios y curiosidades Una partitura orquestal como karo resulta, cada vez que se es cucha, absolutamente sorpren dente. Es tan dificílmente lírica como (salvando todo lo salvable) la poesía de Cernuda; hereda, a primera vista, ciertas constantes misticistas (Scriabin, Bussoni), pero pronto caemos en lo iluso rio de tal herencia; desarrolla una dialéctica polifiónica de gran complejidad y, a la vez, de extraordinaria apariencia: está hecho de contención y desbordamiento; es la obra de un racionalista y también la de un sentimental: exactamente como la personalidad de Markevitch.

La Partita pertenece a otro orden estilístico. Adscrita a la corriente retornista de la vuelta a la forma, la sustancia y el lenguaje markevitcheano la torna en algo distinto. No cayó el compositor en la onda stravinskiana ni en la francesa, que, por otra parte, tanto quería, ni en la centroeuropea. Que al cabo, la gran elegancia de Markevitch fue la de ser distinguido, esto es, diferente a los demás.

Carlota Garriga tocó la parte solista de la Partita -difícil, como todo Markevitch- desde unos supuestos intencionales tan seguros como que proceden de una larga amistad y colaboración con el maestro. Ante tal veracidad cualquier incidencia ocasional se me antoja irrelevante, como no sea para destacar la seguridad del joven Oleg Caetani, quien en la segunda parte hizo su versión de la Sinfonía de César Franck: tensa en el suceder y densa en el sonar. El éxito alcanzó a todos, pero las grandes ovaciones tenían sin duda un destinatario cuya mesurada sonrisa, entre infantil y diabólica, se hacía vacío en la memoria.

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