Mensaje a la nación
EL PRESIDENTE del Gobierno ha dirigido, por vez primera desde su investidura, un mensaje televisado a la sociedad española. No faltarán quienes critiquen esa utilización del medio de comunicación estatal con el argumento de que los dirigentes de la oposición parlamentaria también deberían disponer de la oportunidad de exponer sus opiniones. Sin embargo, el artículo 22 del Estatuto de Radiotevisión establece claramente que "el Gobierno podrá hacer que se programen y difundan cuantas declaraciones o comunicaciones oficiales de interés público estime necesarias". En otros sistemas democráticos, especialmente en Estados Unidos, los presidentes electos hacen amplio uso de esa justificada prerrogativa. Felipe González ha anunciado que su comparecencia de anoche era la primera de una serie dedicada a explicar la política del Gobierno. Ese propósito, que responde, en efecto, a una amplia demanda social, merece aplauso. Mayores razones asisten, en cambio, a quienes echan en falta la celebración de debates parlamentarios, transmitidos por las cámaras de Televisión, en los que el presidente del Gobierno se someta al fuego cruzado de los diputados.Pero eso sería pedir peras al olmo. Si la televisión pública fuera un instrumento para llevar a los ciudadanos los verdaderos problemas nacionales y no estuviera dirigida por los comportamientos del servilismo político y la ignorancia profesional, la intervención de ayer de Felipe González no significaría una ruptura tan significativa con el normal tratamiento que se concede al poder. En los países democráticos, las conferencias de prensa también pueden ayudar a mejorar la comunicación entre el jefe del poder ejecutivo y los ciudadanos, aunque resultaría preciso, para cumplir ese objetivo, una preparación y una organización menos deficientes que las que rodearon la, desgraciada experiencia de las vísperas navideñas.
El presidente del Gobierno dedicó su intervención a los problemas de la reconversión industrial y se detuvo especialmente en los campos de la construcción naval y la siderurgia integral. Dejó muy en claro que las líneas directrices de esa estrategia van a ser mantenidas y que no existen dentro del Gabinete dudas o divisiones internas al respecto. Felipe González, apoyándose en datos comparativos de los procesos de reconversión ya realizados en la República Federal de Alemania, Francia, Luxemburgo y el Reino Unido, subrayó que la economía española podría quedar todavía más rezagada de nuestros competidores, que nos llevan ya una considerable ventaja, y marginada de la nueva revolución tecnológica en el caso de que no transformáramos nuestra estructura industrial. Las enormes pérdidas de la construcción naval (45.000 millones de pesetas anuales) y de la siderurgia (30.000 millones) no sólo incrementan el déficit presupuestario, sino que, además, detraen los recursos necesarios para instalar industrias de futuro. La desaparición de 900.000 puestos de trabajo industriales en los últimos siete años demuestra, a contrario, que el factor decisivo del desmesurado crecimiento de las cifras globales de desempleo no son las medidas de saneamiento sectoriales, que llevan aparejadas imprescindibles reducciones de plantillas, sino la quiebra técnica de empresas sobredimensionadas, que carecen de mercado para sus productos y ponen en movimiento la bola de nieve de las pérdidas acumuladas sin perspectiva alguna de recuperación.
Los ciudadanos escucharon las respuestas a las preguntas depara qué sirve y por qué se hace la reconversión industrial, pero no pudieron conocer cómo se llevará a cabo ese proceso ni tampoco cuánto costará su realización. El presidente del Gobierno renovó su oferta de diálogo y negociación, no para frenar la estrategia de reconversión, sino para ganar esa batalla. En este punto está, sin duda, la clave del problema. Es cierto que algunas críticas de la oposición parlamentaria y algunas actitudes discrepantes de los empresarios y de los sindicatos llevarían, por la propia lógica de sus planteamientos, a una paralización de los planes del Gobierno. Aunque sean escasas las voces que nieguen explícitamente la necesidad de reconvertir sectores industriales de imposible recuperación y con pérdidas galopantes, no son infrecuentes las posiciones que hablan de boquilla. En ocasiones, en un incestuoso maridaje se acepta la inevitabilidad de la reconversión industrial, pero se plantean condiciones para su realización que harían imposible llevarla a la práctica. Pero también existen dudas razonables sobre la habilidad y la eficacia mostradas hasta ahora por el Gobierno en su diálogo con los sindicatos, especialmente con UGT, y en la instrumentación de esa política. Ni siquiera ayer Felipe González despejó la incógnita acerca del procedimiento elegido -suspensión o rescisión de contratos- para la reducción de las plantillas.
La ecuación que tiene que resolver la sociedad española no pasa por una mayor o menor brillantez a la hora de exponer análisis macroeconómicos. Es otra cuestión bien distinta que tiene más que ver con las perspectivas globales de nuestra sociedad. Nuestro bienestar futuro difícilmente encontrará soluciones en trasnochados planteamientos ideológicos. La solidaridad y la colaboración que el presidente del Gobierno solicitó ayer ante las cámaras de la televisión es un mensaje destinado a la capacidad de modernidad de este país, a su confianza en el reto del futuro, a la necesidad de que los ciudadanos participen personalmente en la creación de riqueza y asuman los riesgos de la innovación frente a la reaccionaria actitud de convertirse prematuramente en celosos conservadores de situaciones personales, que -por otra parte- los cambios de la civilización han puesto en período de liquidación. El presidente del Gobierno, simplemente, pidió ayer a los españoles confianza en sus capacidades para poder vivir mejor.
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