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Estimular más que prohibir

En una primera lectura, dos son las aportaciones más relevantes de la ley del Patrimonio Histórico Español elaborada por el Gobierno. En primer lugar, la aparición de un nuevo criterio -el denominado "bien de interés cultural"-, que amplía en cantidad, pero sobre todo en cualidad, el patrimonio tutelado por el Estado; en segundo, la planificación de medidas de estímulo, que enriquecen y diversifican la acción oficial, hasta el presente limitada a la triste figura de un gendarme frustrado, férreo controlador de todo en teoría, pero, en realidad, incapaz de cumplir él mismo sus propias normas.Quien conozca de cerca la teoría y la práctica de cómo ha sido administrado el patrimonio histórico-artístico español durante los últimos decenios sabe que uno de sus principales males ha sido el de una normativa legal caracterizada por la falta de realismo, que nos ha hundido en un pantano de dogmas y maximalismos, útiles tan sólo para satisfacer el ego y la buena conciencia de unos cuantos burócratas, tan poco dotados de medios para ejercer su omnímodo poder como perezosos. Esta poco práctica tendencia de los latinos, que consiste en dictar leyes inaplicables de facto, bien porque no se arbitran los instrumentos que pudieran hacerlas operativas, bien, aún peor, porque si se hiciera se deducirían efectos contrarios a. los propósitos tutelares que inspiraron a aquéllas, puede seguir constituyendo una amenaza en el futuro si la presente ley no tiene un desarrollo adecuado. Me refiero, en concreto, a la monstruosa extensión de lo que ahora se compromete el Estado a controlar, puesto que prácticamente no deja nada fuera, desde un papel de fines del siglo pasado hasta cualquier objeto del presente, cuando constituya "expresión o testimonio de la creación humana y tenga valor histórico, artístico, científico o técnico".

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¿Acaso son perniciosas estas amplias previsiones normativas? . En absoluto, pero, insisto, carecerán completamente de eficacia si no cuentan con la buena voluntad y la colaboración entusiasta de los propietarios particulares, a los que es inútil limitarse a intimidar. Ya que, incluso contando con fantásticos medios de control y de castigo, cuya incomodidad y amenaza atosigantes disuadieran a los ciudadanos de la posesión de cualquier "bien cultural", no le bastarían al propio Estado ni todos los recursos económicos de los que pudiera disponer para atender al cumplimiento adecuado de lo que ahora exige a los particulares. En una palabra: en este campo se obtiene mucho más por las buenas que por las malas.

Un simple repaso comparativo de lo que ha ocurrido en el mundo a este respecto demuestra que, en efecto, se han conseguido mucho mejores resultados con estímulos positivos que con amenazas.

Por eso mismo lo más positivo de la presente ley son, a mi juicio, esas medidas creadas para fomentar positivamente el placer y el respeto de los ciudadanos por los bienes culturales. En este sentido, la drástica reducción de la imposición fiscal en materia de posesión de obras de arte por parte de los particulares puede fomentar que haya, por fin, coleccionistas en nuestro país, así como una mayor flexibilidad en la negociación de la deuda tributaria en el impuesto sobre sucesiones puede enriquecer notablemente nuestro patrimonio. Por su parte, el polémico 1% cultural, arma de dos filos, tendrá éxito solamente a expensas de una aplicación inteligentemente discriminada, porque no hay que desaprovechar la lección que nos proporcionan los fracasos que han experimentado otros países con esta teórica bicoca.

En definitiva, aun sin poder entrar a fondo en los múltiples casos concretos que contempla la ley, a mí me gustaría llevar al ánimo de los parlamentarios que han de discutirla y al de sus futuros administradores que ha sido la rigidez irrealista la que nos ha llevado a la ruina artística.

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