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Tribuna:El asno de Buridán
Tribuna
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Sobre el aseo de las guerras

La presunción de que puedan existir guerras sucias, guerras indignas y despreciables, no pasa de ser sino una ingenua trampa semántica. La guerra sucia y ruin tan sólo tendría justificación en su significado si pudiera contrastarse con aquella otra guerra limpia y digna capaz de mostrarnos sus loables galas y sus nítidos aseos. Pero ha transcurrido ya el suficiente tiempo histórico para que hayamos aprendido, en nuestras propias carnes, la penosa y desorientadora lección de que todas las guerras son sucias, ya que las lacras agazapadas bajo los cantos heroicos y las más nobles apelaciones al patriotismo acaban siempre por aparecer, tarde o temprano.La idea de la guerra limpia procede de la época en la que el combate ritualizado por las elegantes reglas de la caballería acabó convirtiéndola en el deporte de la Europa feudal. O quizá incluso de tiempos anteriores, de las calendas que vinieron marcadas por la lucha entre las ciudades mediterráneas de la edad del hierro. En cualquier caso, la noción de la guerra limpia expresa -y también condiciona- el entendimiento aristocrático de la lid como el medio para proclamar la buena cuna y contrastar las maneras educadas y obedientes a unos valores rígidamente codificados.Es probable que jamás haya existido el tiempo en el que la guerra se haya sujetado de forma absoluta a tales normas, pero al menos sí tenemos constancia de la glorificación de la lucha según las normas caballerescas de tal estilo. La verdad es que da igual porque la guerra noble -la guerra- que llamamos noble-, pese a los esfuerzos de los guerreros y sus cronistas, jamás pudo ocultar, tras la parafernalia de los pendones, las armaduras y los yelmos, la continua presencia de esa otra represión, rara vez reflejada en los cantares de gesta, que podría entenderse como una guerra paralela entre el señor y el siervo eternamente condenado a llevar la peor parte en el conflicto, cuyos usos tan sólo se sujetaban a la ley del más fuerte, a las normas dictadas por el más fuerte.

Hablar hoy de la guerra sucia nos obligaría a entender cuál es la guerra limpia que habría de brindarnos su contraste. ¿Será acaso la limpieza de los bombardeos de napalm sobre los campos de refugiados en el Próximo Oriente? ¿O la de la invasión de Mganistán o la minúscula isla de Granada, tal vez? ¿Habrá una guerra limpia implícita en Centroamérica, a través de sus fronteras? ¿O será, por el contrario, la limpieza en el manejo de los desaparecidos la que pueda ir marcando las pautas de la modernidad en semejante esfera?

Quienes se sienten proclives a la taxonomía y gustan de conceder patentes por medio de la clasificación suelen aludir a las guerras ofensivas y defensivas para indicar dónde reside el criterio de los aseos bélicos. El defenderse es noble y legítimo, mientras que el atacar es maligno y deplorable. En ocasiones la idea hasta puede resultar atractiva y digna de elogio, y todo el mundo entendería que, en el supuesto de una invasión de la República de San Marino por parte de la Unión Soviética, la asignación de papeles sería fácil y apenas plantearía mayor problema que el de la necesaria urgencia a la hora de condenarla. Cuando las cosas están tan claras podemos ahorrarnos las clasificaciones por innecesarias y obvias. Y siempre que compliquemos un poco los supuestos aparecerán acciones defensivas, estratégicamente concebidas como la invasión del prójimo antes de que a él se le ocurra hacer lo mismo. El despliegue de misiles con carga atómica es la última expresión del cinismo al que puede llegarse por esos medios.

La defensa no es argumento que nos valga de gran cosa, ya que, invocándola, cualquier Estado poderoso podría aplicarse a la anticipada defensa de su territorio con tal dedicación. y acierto que al final toda la Tierra, en sus cinco continentes, resultase comprendida en sus fronteras. ¿Y qué podremos decir entonces de la guerra limpia? Semejante utópico sueño nos hubiera conducido, al menos, a la definitiva sustitución del ejército por la policía, lo que, tal como están las cosas en el mundo entero, ni siquiera hubiera significado una diferencia demasiado notoria.

La aparición de un nuevo grupo terrorista, uno más en esa amarga nómina de difícil catadura, ha desatado de nuevo la idea de la guerra sucia, implicando esta vez al Estado como institución frente a otras instituciones (?) más particularizadas. Guerra sucia sería la realizada por la policía, disfrazada de grupo terrorista de extrema derecha, a la caza de bandidos de ETA. Sublime decisión. ¿Acaso sería limpia la guerra de los atentados en el caso de que la policía no tuviera ni arte ni parte en la batalla? ¿Es guerra limpia la de la supuesta liberación del País Vasco? Mi pensamiento, si es que a alguien le interesa conocerlo, se mantiene en una perplejidad ya obsesiva ante la velocidad con que nos acostumbramos a las tragedias. Todas las guerras son sucias, y la supuesta acción de Estado tampoco puede arrojar demasiada basura sobre lo que resulta ya escandalosamente emporcado y despreciable, y no por el Estado. No olvidemos que los grupos armados al estilo de ETA reivindican su condición de ejército y un sentido. institucional. Estoy convencido de que el uso de la policía en acciones contrarias a la Constitución y a su espíritu es éticamente despreciable y difícil de justificar, aun invocando eficacias y admitiendo técnicas utilitaristas. Pero ninguna indignidad, en el supuesto de que llegara a producirse, puede ocultar, ni tampoco mudar en heroicos, todos los muchos y repugnantes asesinatos del terrorismo. Llega un momento en el que los colores, a fuer de oscuros, admiten pocos matices.

© Camilo José Cela, 1984.

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