El fotógrafo Bill Brandt, entre la experimentación y el documento
Con la muerte del fotógrafo Bill Brandt, el fin de año también ha llevado el duelo a los medios fotográficos. Brandt, reconocido como uno de los miembros destacados de la generación portentosa (los artistas nacidos en el cambio de siglo y que desarrollaron los mejores indicios de su genio en la Europa de entreguerras), ha sido sin duda un gran clásico del siglo XX, tal vez el único que aportaría una continuidad en altura creativa a la boyante fotografía británica del siglo XIX.Tales méritos se explican en una obra que aúna el documento externo del mundo con la transparencia interna de la sensibilidad de su época. La conflictividad de la historia -desigualdad social, guerra, destrucción y miseria- se enlazaba con las convulsiones de nuevas formas de sentir y de mirar, y ello con un grado de expresividad sólo presente en muy contados casos (pienso, por ejemplo, en el Guernica, de Picasso).
La tensión entre una fotografía que mostrase la realidad y otra que trasluciese el alma, dejaba de presentar una dualidad esquizofrénica para integrarse en lo que para Brandt habría de ser el discurrir natural (le su lenguaje.
Asistente de Man Ray
Establecido en París entre 1929 y 1930, después de un periplo educativo por Alemania y Suiza, recicló sus conocimientos de fotografía trabajando en ese bienio como asistente de Man Ray. El contacto a sus 25 años con las doctrinas superrealistas, el descubrimiento de la obra de Atget y el impactante ejemplo de su propio maestro marcarían su carrera. Una carrera dominada por aquel equilibrio entre experimentación y documento que, no obstante, resultaría suma mente polifacética, semejante en itinerario y densidad a la del húngaro André Kertész, instalado en París desde 1923.
Fantasías oníricas
Brandt fotografió la vida londinense de preguerra, los salones de Kensington, las reuniones mundanas, las mansiones de Mayfair con sus doncellas encofiadas de rictus arrogante con un filtro nostálgico que podría recordar el de Proust Luego se concentró en los núcleo industriales del norte del Reino Unido en plena crisis de 1937, en las ahumadas y sórdidas factorías victorianas, en la marcha del hambre, en las privaciones de los mineros. Durante la guerra testimoniaría el pánico en los raids aéreos, la solidaridad y nerviosismo en los refugios y en las estaciones de metro, las calles desiertas salpicadas de escombros y destrozos, iluminados tan sólo a la luz de la luna. Proseguiría con una serie de paisajes, igualmente fantásticos, aunque no producidos por la barbarie humana, sino por una naturaleza salvaje y violenta. Llegaría a los estudios de, desnudo, considerados como, su aportación más original a la fotografía.
En ellos, la distorsión de la forma y la compresión de la perspectiva nos abrían los ojos a un nuevo universo óptico.
Unido esto al enigma subyacente en. las mismas situaciones ya un tratamiento metálico y frío de la luz, sus imágenes lo acercaban más que ninguno de sus compatriotas a las fantasías oníricas que preconizara Breton.
Frente al superrealismo de salón de Cecil Beaton o al superrealismo de tramoya de Angus McBean, Brandt evocaba el misterio y la dimensión metafísica de la realidad por la acción misma de las sombras y las texturas. Esta constante singulariza su estilo: imágenes planas, contrastadas, con una técnica tan poco perfeccionista como personal, en la que las definiciones voluntarias no hacían sino convertirse en licencias retóricas.
Así, por ejemplo, la opacidad de las sombras y su desproporción exagerada simbolizaban la inclinación a las tinieblas.
Finalmente, en el campo del retrato, intentaría también adentrarse más allá de lo sensible, y su galería de personajes, intelectuales y artistas de su tiempo revela ciertamente una concepción de retrat-oráculo: la imagen predecía en cierta forma el futuro del sujeto, al tiempo que, en parte, hablaba de su pasado.
Con Bill Brandt desaparece un espíritu inquieto que, como muy pocos, supo hacer de la fotografía un instrumento de amor y revelación.
Babelia
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