La identidad de España
La política exterior en la época franquista se reduce a la búsqueda de apoyos externos para asegurar la permanencia de un régimen que nace apoyado por las potencias del Eje y tolerado, como mal menor, por los países democráticos capitalistas. En la segunda guerra mundial logra mantener, ya que no la neutralidad -España se inscribe, por lo menos hasta 1942, claramente en la órbita alemana-, sí el carácter de no beligerante. La división de Europa en Yalta, y luego la guerra fría, que se anuncia inmediatamente después de la victoria de los aliados, deciden el destino occidental de España, más allá de la ideología o de las pretensiones del grupo dirigente y, desde luego, por encima del pueblo español, que, amordazado, no puede expresar opción alguna. Su único papel es asistir pasivamente a la progresiva occidentalización de España, que, paradójicamente, tiene como consecuencia el fortalecimiento de su peculiaridad, es decir, vivir bajo un régimen dictatorial de ascendencia fascista.Desde la perspectiva de la política exterior, esta contradicción -cuanta mayor integración en Occidente, más firme es la dictadura-, sólo real para aquellos que identifican a Occidente con los valores liberales y los derechos humanos, significa de hecho satelización. España, enormemente débil, como lo pone de manifiesto el sufrir una dictadura -nada expresa tan cabalmente la debilidad de un país como el estar sometido a la voluntad de un hombre fuerte-, acepta pasivamente su integración en el mundo occidental, primero militarmente, a partir de 1953, y luego, económicamente, a partir de 1959. Ser integrado por la decisión de otros, en virtud de la debilidad propia, es serlo en la forma de satélite. A la muerte del dictador España es, internacionalmente, un simple satélite vergonzante de Estados Unidos, como lo es hoy, y por las mismas razones, Marruecos.
Antes de pasar a la situación nueva que conlleva la transición a la dernocracia conviene aclarar un malentendido, tan frecuente como cargado de consecuencias: confundir el sentido político con el cultural de la noción de occidente. Culturalmente España es un país occidental, con las mismas raíces históricas que los demás países de Occidente, aunque sea un país occidental periférico, alejado geográfica y, sobre todo, culturalmente -ocho siglos de dominación islámica no pasan en vano- del centro europeo. La historia moderna y contemporánea de España muestra diferencias considerables de las propiamente europeas. Como en todos los países de la periferia, y subrayando este carácter, asistimos desde finales del XVIII a una encarnizada controversia entre europeístas y casticistas, entre los que aspiran a convertir a España en un país europeo más y los que basan su orgullo, y a menudo también sus privilegios, en enfatizar las diferencias. España es Europa, pero lo es habiendo asimilado herencias culturales que no son europeas. Cierto que este trasfondo, una vez cristianizado, lo ha recalcado, en primer lugar, la derecha, pero liberado de las cadenas que le impuso una tardía refeudalización de la sociedad española, no deja de ser un patrimonio vivo de nuestro pueblo. El casticismo cristiano semifeudal, así como el europeísmo de imitación, quizá tan sólo expresen los intereses sucesivos de las clases dominantes, igualmente distantes de la identidad real, y en extremo heterogénea, de nuestros pueblos. El europeísmo acérrimo de estos últimos años me parece tan unilateral y sospechoso como el casticismo reaccionario de los años cuarenta, pero 6sta es harina de otro costal.
Sea cual fuere la verdadera identidad de España, e incluso si es que tiene alguna, pues se cuestiona hasta su existencia, son temas metahistóricos que poco o nada tienen que ver con la occidentalización en un sentido político restringido, es decir, la integración en las instituciones políticas de occidente. Suiza y Austria, países plenamente occidentales por la cultura, no lo son en un sentido estrictamente político, como no lo son otros países de la periferia europea, Suecia, por ejemplo. Distinguir entre occidentalización en el sentido político y en el cultural debería ser obvio, sobre todo para los españoles, que hemos vivido 40 años combatiendo los valores más característicos de la moderna cultura occidental, a la vez que nos integrábamos políticamente hasta la satelización. A pesar de esta experiencia, la derecha continuista sigue predicando el mismo sofisma: somos un país occidental, luego lo coherente y obligado es la integración plena en las instituciones políticas de Occidente. Puede haber razones políticas para la integración, pero de ningún modo éstas se derivan del carácter occidental de nuestra cultura.
Al recuperar España las instituciones democráticas de corte occidental, al reincorporar, como fundamento de su política los valores occidentales de libertad y de justicia, es decir, al sentirse un país occidental sin peros ni ambigúedades, choca con el modo heredado de su occidentalización política, simple satélite de la potencia hegemónica de Occidente. Cuando éramos un país occidental sui géneris, la pretendida vocación de centinela de occidente encubría el verdadero carácter de satélite; ahora que queremos ser occidentales sin otros calificativos tenemos que replantear el modo de nuestra inserción internacional para serlo realmente. Nada más fácil y, sobre todo, más coherente que la política exterior de un país satélite: en todas las cuestiones y en todos los foros reacciona automáticamente a la voz del amo. La política exterior se diluye en mera administración diplomática de las relaciones externas. Las dificultades surgen cuando se formulan intereses nacionales propios, no necesariamente coincidentes, con los de la potencia hegemónica. En rigor, sólo cabe hablar de política exterior cuando se definen objetivos propios y se es capaz de instrumentar una acción, realista y pertinaz, encaminada a su consecución. Pero para hacer política no basta con querer, aunque sea imprescindible una voluntad recia, que se concreta en la definición de objetivos precisos y realistas, sino también hay que poder.
En esta nueca etapa democrá-
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tica es patente, tanto en el período del presidente Suárez como, sobre todo, en el año de Gobierno socialista, la voluntad de recuperar un espacio propio que permita la formulación de una política exterior. Lo que ya no está tan claro es si contamos con la fuerza suficiente para cuestionar la satelización impuesta. Cuanto más autónomo sea el comportamiento de España en la escena internacional, cuanto más tenazmente persiga sus intereses en aquellos campos que no coinciden con los de la potencia hegemónica, mayores las dificultades, más visibles las contradicciones, crecientes los riesgos y más probables las derrotas parciales. En cambio, si volvemos al redil, si aceptamos el papel que nos designen desde fuera, si renunciamos, en suma, a tener política exterior y nos conformamos con la mera administración de las relaciones externas, más tranquilidad y coherencia aparentes. No es otro el afán de la derecha española; a estas alturas, a nadie puede ya sorprender que cuanto mayor el nacionalismo y patrioterismo de puertas adentro, mayor también el entreguismo, disfrazado de realismo, de occidentalismo, de atlantismo, o de lo que venga a cuento, en el exterior. Defender los intereses nacionales ha sido siempre y en todo lugar preocupación exclusiva de la izquierda.
Los primeros amagos de autonomía dentro de un occidentalismo que nadie cuestiona, entre otras razones, porque, dada la relación de fuerzas en el interior y en el exterior, bordearía un idealismo suicida, ha producido una algarabía de críticas, centradas en la persona del ministro de Asuntos Exteriores. No se trata de librarle de las que realmente pueda merecer, sino de encuadrar la mayoría en su verdadero trasfondo: el temor que, a la vez que se deslindan los intereses nacionales de los de la potencia hegemánica, se descubra que aquéllos tampoco coinciden con los de la clase dominante. Las burguesías de los países pequeños y medianos no conciben mejor seguro para sus intereses de clase que la satelización.
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