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Jorge Grau estrena su última película, 'Coto de caza', sobre la violencia y los excesos del delito

Jorge Gran, que hoy estrena en Barcelona su película Coto de caza, sobre la violencia y los excesos del delito, nació en dicha ciudad hace 53 años; años que no aparenta. Poseedor de un físico infantil, redondito, con sus ojos grandotes y su pelo largo, parece un duende travieso. De su primer filme, Noche de verano, hasta éste que ahora presenta han transcurrido más de 20 años, pero sigue con la misma inquietud: comunicar sus obsesiones a través de un medio, el cine, que le vuelve loco.

Del joven que era entonces mantiene también el espíritu de denuncia, que le ha llevado a rodar películas como Cántico, dedicada a la perra vida de las chicas de club, o La siesta o La trastienda, en donde se despachaba bastante a gusto retratando a un pío señor del Opus en lucha con sus instintos concupiscentes. Cierto es, también, que Jorge Grau ha tocado todos los géneros posibles, incluido el terror.Coto de caza es la historia de una abogada generosa y pacífica que no cree que el delito se combata con el castigo, que sufre en su propia carne los excesos de ese delito y se ve obligada, al final, a matar, a sumergirse en el baño de violencia que, parece decir Grau, es la única lengua que algunos entienden. Le digo que viendo su película, sobre todo porque la brutal escena final está muy bien rodada, uno, desde el asiento, acaba pidiendo la cabeza de los delincuentes, acaba sintiendo deseos de venganza. Y que eso puede ser una trampa. "¿Quieres decir justificación de la violencia? Si lo miras de una forma tan simple... Yo pienso que la película tiene más cosas. La protagonista no acaba matando por ganas, y hay un momento en que lo dice: 'El día en que me dé cuenta de que la vida no es más que un coto de caza, las cosas habrán perdido sentido para mí'. En este personaje hay algo de autobiografía mía, de persona formada en la política de la bondad, de la buena fe, que se ve de repente viviendo situaciones de violencia a pesar suyo".

Grau nació en el seno de una familia sin un duro, pero catoliquísima, con un padre requeté que cuando estalló la guerra se pasó a los nacionales y que al acabar la contienda perdió pie viendo la corrupción imperante entre los vencedores. Él trabajó desde muy niño, echando una mano a la familia, que cambiaba de domicilio cada dos por tres, ayudando a acarrear los trastos usados que conseguían en almacenes guardamuebles. "Como siempre aparecía el propietario de alguno, en muchas ocasiones nos encontrábamos con que teníamos que devolver una cama o una cómoda".

Trabajó como botones en el Liceo y luego en los almacenes Capitolio, entonces llamados almacenes Alemanes. Empezó a hacer teatro de aficionados y a los 14 años ya dirigía. Aunque lo que él quería ser de verdad era torero. "Y mi hijo me regaló el otro día una montera, para que veas". En el Instituto del Teatro de Barcelona aprendió a hacer de actor, y hasta obtuvo un premio de interpretación. Y trabajaba como ayudante de un escenógrafo, pintando telones en el suelo y recortando árboles para colgarlos; y hacía también radio, dando voz a personajes raros.

Unas amigas le obligaron a dirigir, y le encontró el gusto. Del teatro, realmente, se enamoró viendo a Alejandro Ulloa en La vida es sueño. Aquello del "¡Ay, mísero de mí; ay, infelice!" le llegó al alma y comprendió que el teatro era importante. El cine era para él una distracción que frecuentaba, pero despreciaba artísticamente.

Hasta que en Roma, viendo Viaje a Italia, de Rossellini, supo que el cine también era importante. Él, entonces, estaba ya metido en cortometrajes, y a Roma había ido a parar precisamente con una beca para estudiar en el Centro Esperimentale de Cinematografía. Antes había tenido lugar su encuentro con el Opus, a través del cine-club Monterols. Muy católico él, pero con inquietudes, pensó que el Opus representaba el aggiornamento. Cuando vio que no, se des pegó, pero desde entonces le quedó la etiqueta.

Un mundo conocido

En Roma aprendió que los co munistas y los anarquistas, y los que no piensan como uno, en general, pueden ser buenas personas, pero ni siquiera allí se atrevió a ha cer el amor por primera vez, y eso que ya tenía 26 años. Ahora, lo cuenta, divertido; como cuenta también que desde la Ciudad Eterna le mandaba a la que luego sería -y sigue siendo- su mujer ropa interior delicada y algo escabrosa.Pero volvamos al presente, es decir, a Coto de caza. "Esta película parte de la propuesta que me hizo una productora. Me dieron un guión acabado que, como tal, no me gustaba porque, si no los hago yo, no los acepto; pero el esquema sí me interesaba: el de la persona pacífica, introvertida, que de repente no puede más y explota...". Un poco como Perros de paja, de Sam Peckimpah, ¿no? "Bueno, como Perros de paja y como Hamlet, si me apuras, con todas las diferencias. La persona pacífica que vive en su propio mundo y que en el último acto no deja vivo ni al apuntador".

Para Jorge Grau, su película tiene también otras cosas: un acercamiento al mundo de los quinquis, "con lo cual vuelvo al mundo que retrataba en mi película El espontáneo, que era la historia de un, chico que no sabía hacer nada y se tiraba a todo, y al final se tiraba al ruedo y el toro lo mataba. Pienso que, entonces, por inmadurez mía, quizá no traté el tema con tantos matices como ahora lo he hecho".

Es un mundo que Grau conoce, el de los quinquis de los tiempos de su adolescencia, cuando iba, a barrios terribles, como el de Somorrostro, para dar su catequesis. De esos tiempos, le digo, le ha quedado quizá su afición por el mensaje, siempre presente en sus películas. No le gusta demasiado la palabra, tuerce el gesto, pero acepta, conciliador: "Sí, debe venir de ese pasado mío, tan católico que todavía tengo el deseo, por ingenuo que parezca, de querer cambiar la vida".

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