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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Primer aniversario

UN AÑO después de la arrolladora victoria electoral de Felipe González, ni el desgaste del poder, ni los errores, fallos y omisiones, asociados con la acción de gobernar, parecen haber modificado significativamente las actitudes de la sociedad española respecto al proyecto político que, bautizado con el nombre de cambio, los socialistas ofrecieron. Muchos ciudadanos consideran un logro que la situación general del país no haya ido a peor, conservan su confianza -basada en expectativas racionales- en que las cosas mejoren a medio plazo y rechazan las ofertas alternativas de la oposición conservadora o comunista. El terrorismo y el golpismo continúan intimidando el panorama político, el desempleo no cede y las transformaciones sociales prometidas durante la campaña electoral marchan a ritmo lento, pero nada hay en el horizonte que parezca poner en riesgo por el momento la hegemonía del equipo dirigido por Felipe González.No faltan las críticas razonables a las decisiones adoptadas por los departamentos ministeriales y a la línea general del poder ejecutivo. Pero la fecha de hoy no marca el aniversario de la investidura del presidente, sino el de la histórica votación en la que más de 10 millones de ciudadanos entregaron su confianza al PSOE, un viejo partido reconstruido, casi desde sus raíces, gracias a la imaginación de unos políticos nacidos después de la guerra civil, que lograron sintonizar con las aspiraciones y los valores de las nuevas generaciones de españoles. El triunfo socialista mostró la fortaleza de las instituciones democráticas, que permitieron realizar el traspaso de poder a la izquierda sin la más mínima ficción o tensión. La vieja querella sobre formas de Estado y contenidos políticos, que había vinculado doctrinalmente a los socialistas con la causa republicana y transformado al monarquismo en sectario rótulo partidista, se desvaneció por entero al demostrarse en los hechos que la Monarquía parlamentaria era un marco idóneo para un Gobierno socialista y que el PSOE aceptaba sin recelos la función simbólica, arbitral y moderadora de la Corona.

Entre 1979 y 1982, el PSOE dobló prácticamente su número de sufragios y consiguió la adhesión de casi cinco millones de nuevos electores. ¿Por qué tantos españoles que no se consideran socialistas -los militantes del PSOE apenas son el 1% de sus votantes- apoyaron en las urnas ese programa de cambio? El lamentable espectáculo de traiciones y rivalidades banderizas ofrecido por UCD desde el verano de 1980, la infiltración de hombres de Fraga para dinamitar al grupo parlamentario desde dentro, la conjura para defenestrar a Adolfo Suárez y la impavidez de su sucesor en la presidencia del Gobierno habían descalificado a los centristas como merecedores de la confianza popular. El golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 y la nueva amenaza conspirativa descubierta casi en vísperas de las elecciones legislativas hacían deseable el reforzamiento del poder emanado de la soberanía popular, a fin de que el Gobierno salido de las urnas contara con el respaldo social suficiente para llevar a cabo sus tareas. Pero la mayoría de los españoles, insensibles por razones generacionales, sociales e ideológicas a los llamamientos conservadores, aspiraban además a que ese nuevo Gobierno estuviese formado por gentes de indiscutible trayectoria democrática y comprometidas con la moralización de la vida pública, la reforma del Estado y la modernización de la sociedad.

Los socialistas recibieron así el mandato de 10 millones de españoles, a quienes unían entre sí muchas cosas, pero a los que también separaban, inevitablemente, intereses e ideas. La lucha contra el paro y la contención de la inflación son objetivos cuya instrumentación concreta dará lugar a conflictos. sociales. La ampliación de las libertades y la garantía de los derechos humanos pueden entrar en colisión con las exigencias de algunos sectores unilateralmente preocupados por la seguridad ciudadana. El derecho de todos a la educación y la aspiración de las órdenes religiosas a recibir financiación gratuita para sus colegios producirá roces mientras exista déficit presupuestario y el sector público de la enseñanza no cubra los huecos hoy existentes en el mapa escolar. La lista de ejemplos podría resultar interminable. Ahora bien, el doble desafío con que se enfrenta todo poder democrático es llevar a cabo su programa y conservar a la vez el respaldo de los sectores que le entregaron sus votos. La lógica del reformismo, peculiar del socialismo democrático, obliga a la mayoría parlamentaria de Felipe González a realizar tareas que, fuera de la política, serían consideradas como locos intentos de conseguir la cuadratura del círculo. Pero ese esfuerzo imposible por satisfacer a todos, lo que implica no contentar plenamente a nadie, constituye la clave de arco de la acción de un Gobierno que nace de la voluntad popular, revalidada periódicamente en las urnas, que ha de contar con la existencia de frenos y límites constitucionales a su poder y que tiene que conjugar contrapuestas voluntades incluso dentro de su propio electorado.

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Esa lógica del reformismo, garantía de la estabilidad y permanencia de las instituciones democráticas, se enfrenta con las resistencias de la realidad, tanto más serias y numerosas en una situación de crisis económica como en un país con débiles tradiciones de tolerancia, una sociedad viciada por á corporativismo y un Estado cuya ineficiencia funcional se combina con una despilfarradora hipertrofia estructural. El socialismo democrático alcanzó sus grandes éxitos históricos en la Europa de la posguerra, cuando la prosperidad económica permitía una política fiscal de redistribución de los ingresos y el reforzamiento del sector público. Pero la cuasi bancarrota del Tesoro estrecha al máximo el margen de maniobra, del Gobierno, que se ve obligado a elegir, a la hora de asignar recursos escasos, entre demandas igualmente perentorias y justificadas.

Los socialistas tendrán también que demostrar con hechos, tanto en la Administración central como en los ámbitos autonómicos y locales, la sinceridad de su propósito de moralizar la función pública y cortar el derroche de gas tos corrientes. A este respecto no faltan síntomas inquietantes de que el estilo tradicional y suntuario de gobernar ha sido proseguido por algunos cargos, altos o medios, de la Administración socialista. Muchos ciudadanos estarán de acuerdo en afirmar que el más decepcionante vacío de estos meses de gobierno ha sido la ausencia de un proyecto ambicioso de reforma estructural de la Administración pública y la excesiva complacencia con la que se han insta lado en el aparato del Estado algunas gentes teóricamente comprometidas con el cambio. Pero no es el aniversario del Gobierno, sino el de las elecciones, el que hoy tiene lugar. Y hasta el más encarnizado de sus opositores ha de reconocer la gran cantidad de poder social y de apoyo ciudadano que el PSOE continúa teniendo en este país un año después de aquel 28 de octubre.

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