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La manifestación del 22

Me parece que han sido Umbral y Cueto los que en los últimos días han expresado mejor la indignidad de nuestra situación. A nadie debe agraviar una imagen de abolengo platónico como es la del perro, usada por Umbral para el Ejército, pues nada estaba, más lejos del ánimo de Platón que ofender al estamento guerrero al compararlo con un perro guardián. Yo también soy aficionado a esa figura, aunque en lugar de imaginarme al perro supuestamente sacado a pasear por el niño, pero más bien paseando al niño por donde quiere él, como acertadamente lo representa Umbral, me lo imagino suelto por el jardín y por la casa, donde otro niño, afectado de psicopáticos rencores contra la familia entera, padres y hermanos y demás familia y dependencia , mastín incluido, ha adivinado que éste no sólo es la entidad física indiscutiblemente más poderosa de todo el conjunto familiar, sino que además, por la elementalidad pauloviana de sus reflejos condicionados, no sabe -o, en su propensión colérica, se niega a querer saber- distinguir o individuar la procedencia ni la intencionalidad de cualquier hostigamiento dirigido contra él, de tal modo que, siempre que proceda del interior doméstico, gruñe amenazadoramente a la familia entera, dispuesto a revolverse indiscriminadamente contra cualquiera de sus miembros, aunque sean tan víctimas de las perversidades del niño psicópata como pueda serlo él y tengan tanto empeño como él en reducirlo. Viendo, así pues, el niño en el mastín, ya sea por su poder como por la elementalidad pauloviana de sus posibles accesos de furor, el instrumento ideal de su universal venganza, prefiere dirigir justamente contra él, siempre que puede, su acción de hostigamiento, lo que a la vez le permite sentirse aun más autoafirmado en el desquite, viendo cómo, por su intermedio, logra, de añadidura, que hasta los propios amos de la casa tengan que humillarse ante el supuesto guardián tratando de amansarlo, temerosos de la indiscriminación de sus furores. Así, pasado a mi propia representación, lo que Umbral ha venido a decirles a esos amos de casa en su spleen del 21 de octubre es algo así como esto: "O os decidís de una vez a domeñar al perro y poner lo en su lugar, para que oriente debidamente sus furores, aún exponiéndoos a dejaros un tobillo, una mano o hasta la cara en el empeño, o no tendréis más alternativa que decirle: Hala, puesto que tú, por lo visto, eres el verdadero amo de casa y cabeza de familia, ¡sus y al niño!, ¡a por él!, mete la pata hasta el cuezo una vez más, arremete con todo y destrózalo todo, mor diendo indistintamente a justos y pecadores, aniquilando lo bueno con lo malo, para que ya no vuelva a haber paz ni concordia ni amistad en esta casa para nunca jamás". Lo cual, sean cuales fueren los deseos de Umbral -que en esto no me meto-, no deja de ser un amargo sarcasmo que da fiel expresión a la denigrante situación de la familia. Con no menor justeza y más clara actitud, en EL PAIS del 22 de octubre, escribe Cueto: "Y nada hay más alentador para el fanático que contemplar el siempre excepcional espectáculo del consenso clamoroso. Ésa es, con exactitud, la razón de su criminal sinrazón". En este mismo sentido, sólo me resta comentar, a propósito de la manifestación del 22, que ¡cuánto ha debido de gozar con ella el psicopático niño sanguinario, sabiendo como sabe que, so color de una expresión de condena contra él, no era en verdad más que una indigna manifestación de suplicantes que, presidida por los cabeza de familia y seguida por un gran número de miembros, desfilaba realmente ante la caseta del mastín tratando de aplacarlo y de que contenga sus furores. Diciéndolo sin metáforas, ¿qué mayor éxito, qué mayor satisfacción podría soñar la ETA, por resultado de uno de sus crímenes, que los de ver al pueblo español, presuntamente soberano, arrastrarse zurrado de canguelo -y arrastrando con ello inevitablemente el honor mismo de la patria- a los pies del propio Ejército que se supone estar bajo sus órdenes y a su servicio? Realmente, la polvareda que se levantaba de los pies de medio millón de madrileños (donde, por cierto, ¡oh, equívocos de la política!, la presencia de un único valiente comprobado, Adolfo Suárez, resultaba tan chocante como la de un gallo de pelea en un corral de gallinas ponedoras) no era sino una hedionda tufarada de obyección que, por lo mismo, tenía que ascender como el más exquisito olor de incienso hacia el sangriento altar del ídolo de ETA.

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