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Los límites de la neutralidad

Fernando Savater

Cuando los movimientos pacifistas y antimilitaristas (confieso que prefiero con mucho esta segunda denominación a la primera) protestan por el despliegue de cohetes nucleares en suelo europeo y abogan por la no alineación de sus respectivos países en la maniquea lógica militar de los dos grandes bloques, se les suele responder -entre otros dicterios menos atendibles- que "la neutralidad no es posible ni deseable". Se dice que no es posible porque la agresiva presión de los contendientes y la interdependencia económica y por ende política de todos los países, cualquiera que sea su grado de desarrollo, convierte cualquier intento de neutralidad en una inestable y oportunista ficción, previa a la definitiva toma de partido; se dice que es indeseable (aquí nos interrumpiría el viejo Aristóteles para decirnos quebasta con demostrar que es imposible, puesto que nadie puede realmente desear más que lo posible) porque supone el abandono de los valores democráticos gestados a lo largo de la revolucionaria historia de Occidente y la entrega al nihilismo abyectamente zoológico del "¡Sálvese quien pueda."'. Creo que ambas objeciones son a su vez objetables, aun sin recurrir a dictámenes éticos o religiosos (la violencia exterminadora como medio intrínsecamente repugnante para cualquier conciencia sana) que pudieran lícitamente aportarse. No hace falta ir más allá de la política para refutar los antedichos planteamientos en pro del equilibrio del terror, siempre que se tenga de la política una concepción menos organillera y más imaginativa que la que habitualmente aqueja a los gobernantes. Por cierto, que suele aquejarles especialmente en cuanto gobernantes, porque cuando cierta izquierda se hallaba aún en la oposición parecía mejor dotada... Me centraré fundamentalmente en el caso de España, que, según se nos dice ahora, no puede ni debe ser neutral, aunque ayer -es decir, antes de la acelerada decisión de incluirla "por huebos" en la OTAN- se le concedían otras opciones y más exigentes miramientos.Para empezar, digamos que la neutralidad no es un concepto unívoco, sino más bien analógico, es decir, que la hay de diversos tipos y talantes. Hay un tipo de neutralidad que pudiera calificarse como adolescente o pasota, pues viene a decir "a mí todo me da igual, no creo en nada de lo que se cuece en las esferas políticas de este mundo, abomino del Reino del Padre y de su coactiva administración de lo real, lo único que quiero es que no me maten ni me obliguen a matar con uno u otro pretexto". No es difícil hallar contraindicaciones de todo orden a este "a mí que no me zarandeen", pero en modo alguno puede ser despachado sin más con denigratoria suficiencia. Después de todo, como bien sefialó hace tiempo Norberto Bobbio, el derecho a no llevar armas contra la propia voluntad (y añado yo, a que nadie las esgrima en nuestro nombre sin nuestro consentimiento) debería ya formar parte de los inalienables derechos humanos. La mentalidad heroica y prometeica puede ser en ocasiones meritoria, pero ciertamente carecer de ella no halce a nadie culpable..., sobre todo cuando se trata de un "heroísmo" por el que puede pagar no sólo el interesado, sino también muchos inocentes. Otro modelo de neutralidad es el de quienes consideran que en nuestra situación actual la única verdadera potencia agresiva es el capitalismo expansionista americano, siendo el desarrollo militar soviético una desdichada consecuencia defensiva de este permanente hostigamiento. Desde esta óptica, conseguir que un país sea neutral significa sustraerle al compló imperialista y por tanto convertirle, de modo más o menos matizado, en una pieza de apoyo de la acosada Unión Soviética, aunque no precisamente en el estado actual de ésta, sino en una fase posterior, de socialismo plenamente regenerado por el fin de la amenaza capitalista. La inquietud política e histórica de este planteamiento fomenta la sospecha de quintacolumnismo prototalitario que muchos tienen interés en lanzar sobre los movimientos antimilitaristas, por lo que es difícil que pueda ser aceptado por ningún dirigente democrático de un país occidental.

Pero también se puede ser neutral de otra manera, que me parece mucho más compatible con las responsabilidades políticas de un Gobierno progresista europeo. Esta tercera vía se basa en la distinción entre neutralidad militar y neutralidad política. Puede aceptarse -y, a mi juicio, debería reconocerse así que España no es políticamente neutral, es decir, que los demócratas progresistas españoles prefieren la fórmula de organización del Estado parlamentaria y pluralista de países como Suecia, Austria o el Reino Unido que la Ce Rumanía o Albania, sin desconocer sus evidentes defectos ni renunciar en absoluto a modificarla incluso radicalmente. La protección jurídica de las libertades y derechos individuales, las garantías de intervención en la gestión pública, la tolerancia institucional de costumbres y creencias diversas, la posibilidad permanente de control social de la labor de las autoridades, etcétera, son conquistas políticas siempre amenazadas por la presión maquiavélica de la razón de Estado, pero efectivas en una medida desconocida en cualquier otro tipo de sociedad anterior, o contemporánea. La lucha por los grandes objetivos comunitarios ahora planteados -superación de la consideración exclusivamente productivista y explotadora del trabajo, gradual reabsorción del Estado como poder separado en la sociedad civil, búsqueda de alternativas eficaces a la violencia institucional y antiinstitucional, etcétera - debe encuadrarse en tal organización de libertades públicas y servirse de ellas, nunca abolirlas como meras formalidades prescindibles sin las cuales pudiera caminarse más deprisa hacia la realización de la utopía. No se trata de melindres de intelectuales resabiados ante las inevitables y nobles brusquedades de las revoluciones "triunfantes". La única revolución política de nuestra historia es el proyecto democrático de desacralización del poder que se inició hace 200 años y que aún está lejos de verse concluido. Las otras llamadas revoluciones, sea la de octubre en Rusia o la de Cuba, la de China o la de Jomeini, son guerras civiles o golpes de Estado que en ocasiones han acabado con seculares tiranías, pero que muchas veces han dado lugar a formas aún peores del mal que pretendían extirpar. En una palabra, cuando se trata de elegir entre la vía democrática y la vía totalitaria de organización social, la neutralidad es todo menos elogiable, y no cabe sino felicitarse de que España por fin no tenga dudas a la hora de optar.

Ahora bien, los valores democráticos en ninguna parte se presentan puros y sin mezcla, resplandeciendo inequívocamente como la cota de mallas de sir Galahad. Luchar por la democracia no es sólo oponerse al totalitarismo, sino también a lo que dentro de cada país democrático obstaculiza la profundización -y aun la utilización pura y simple- de la democracia: las exigencias autoritarias y agresivas del viejo Estado-nación, la identidad beligerante llamada "patriotismo", el crudo afán de rapiña, la manía persecutoria de los jefes, etcétera. Cuando Reagan cabalga por Centroamérica o la CIA interviene en sabotajes antisandinistas podrán invocar a gritos las libertades democráticas, pero sus fechorías tienen tan escasamente que ver con ellas como el señor Andropov con la solidaridad de la clase obrera. Y aquí llegamos al tema de la neutralidad militar. El desarrollo del militarismo, el predominio de la lógica militar en los presupuestos de los países y en los corazoncitos ideológicos de los súbditos, el equilibrio del terror, etcétera, son los principales obstáculos a la realización del proyecto democrático auténtico. La carrera de armamentos y la lógica militar son tan totalitarias como la más feroz invasión rusa imaginable y amenazan mucho más que esta última hipótesis a las democracias occidentales. Buscar la neutralidad militar para Europa no es poner en peligro los valores democráticos y las libertades públicas de Occidente, ni tampoco dudar de su importancia, sino, por el contrario, dar decisivos pasos hacia su consolidación efectiva. La defensa de la vía democrática no puede realizarse a costa de lo que supuestamente se pretende salvaguardar.

España, obviamente, no está en la OTAN por fidelidad abstracta a los valores políticos de Occidente. Presiones ajenas nada democráticas nos metieron en la Alianza Atlántica, de la que ahora va a costarnos salir por razones tan escasamente sublimes como éstas: se teme que si España, pese a ser miembro reciente y cauteloso de la alianza militar, decide salirse de ella, otros la sigan por el mismo camino... ¡Tal es el común entusiasmo atlantista! Y, claro está, aún hay mayor temor de que Estados Unidos, antes de permitir que se inicie esta reacción en cadena, tome alguna disposición punitiva contra los socialistas, es decir, contra la legalidad democrática de este país.

Pero cuanto más se retrase el referéndum sobre nuestra permanencia en la OTAN -que no se puede omitir sin perturbar definitivamente la credibilidad del Gobierno-, más van a ir enredándose los nudos de los intereses creados, de modo que lo que hoy aún puede solventarse con un discreto y hasta estimulante escándalo, mañana quizá resulte una auténtica provocación. Poco ha hecho la OTAN por la amistad y el intercambio cultural o político no mediatizado entre los países del pacto: la lógica militar se las arregla para desunirlo todo incluso entre aliados, salvo los estados mayores de los ejércitos que se someten al mando unificado. ¿No sería hora de buscar una fórmula diferente de cohesión y otro concepto de defensa, como reclaman los movimientos pacifistas y antimilitares? ¿No podrían las autoridades españolas explicar nuestra posible neutralidad militar basándose precisamente en su decidida toma de partido política por la deincoracia occidental y sus mejores; posibilidades? Quizá en este, como en tantos otros aspectos, una cierta fuerza ilustrada sea incluso más prudente que la simple y sumisa prudencia. Como dijo una vez Alejandro Herzen y repitió después alguien tan poco sospechoso de extremismo como sir Isaiah Berlin: "Comprender la validez relativa de nuestras convicciones y sin embargo sostenerlas sin cejar es lo que distingue al hombre civilizado del bárbaro".

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