Argentina, la república perdida
LA REPÚBLICA Argentina se dirige hacia las elecciones del 30 de octubre, que pondrán fin a siete años de intervención militar, en medio de un desorden social y económico de tal envergadura que no permite augurar nada halagüeño para el futuro inmediato del próximo gobierno constitucional.Toda la prepotencia y energía desplegada por los militares argentinos para desorganizar y quebrar el modelo económico del país y para acabar genocidamente con la subversión política es ahora debilidad y desgobierno en la recta final que devolverá al país a la normalidad constitucional. La ley de autoamnistía, al margen de su perversidad moral, ha sido dictada tarde y vergonzantemente; las desapariciones, secuestros e intimidación de ciudadanos continúan, aunque en menor escala, envenenando la atmósfera social, en una cínica traslación semántica desde los inundados del noroeste argentino hasta los obreros que subsisten por debajo de lo que se entiende por salarios de hambre.
El presidente Bignone, teniente general retirado, parece entregado al desánimo y se niega a negociar con las dos centrales sindicales la apertura de un callejón económico, por artificial que fuera, para que los argentinos pudieran llegar a las elecciones con algún peso en el bolsillo y menor desasosiego. Y hace inevitable una nueva huelga general, convocada para el martes, a 26 días de las elecciones.
Las policías de las provincias viven en desorden latente, del que es paradigma la de Tucumán, que hoy se autoacuartela por reclamaciones salariales y mañana reprime salvajemente una manifestación de parados. El jefe de la policía de Buenos Aires -otro general- ha de ser destituido de su cargo por abierta insubordinación ante el civil que gobierna la provincia. Y las tres armas continúan peleadas y distanciadas entre sí. No podía ser menos cuando no pudieron llegar a entenderse ni durante la guerra de las Malvinas.
Una hiperinflación estimada para el segundo semestre del año en un 600% ha destruido el valor psicológico del dinero y ha sentado las bases para que los argentinos abracen cualquier fascismo redentor que prometa devolver su sentido a las cosas y a las palabras. Si un gobierno civil hubiera dejado en herencia sólo una mínima parte de los desastres que deja el kafkiano proceso militar, los argentinos estarían pidiendo a gritos por las calles la entrega del poder a las fuerzas armadas para evitar la destrucción del país. Esto es lo único positivo que deja tras de sí la dictadura castrense argentina: el país ha quedado vacunado para muchos años de cualquier tentación cesarista.
El panorama preelectoral es obligadamente lúgubre, pero parece descartarse la posibilidad de una suspensión o postergación de los comicios. Incluso cuando aun cabe un blando autogolpe de Estado que destituya al débil y profesoral Bignone. En tal supuesto, es probable que la propia Junta Militar -los comandantes de las tres armas- dirigiera directamente el país hasta las elecciones, o se encargara de esta recta final, como en un operativo militar, el teniente general Cristino Nicolaides, jefe del Ejército y responsable logístico de la celebración de las elecciones. Suspender o aplazar los comicios dividiría a los propios militares y exasperaría a las masas.
Sea presidente el peronista Lúder o sea presidente el radical Alfonsín, ninguno de los dos accederá a la Casa Rosada con optimismo. Las elecciones argentinas ya las ha ganado, pase lo que pase, Lorenzo Miguel, secretario de la todopoderosa Unión Obrera Metalúrgica, secretario de las 62 organizaciones peronistas (brazo político y mayoritario de la CGT) y primer vicepresidente ejecutivo del Partido Justicialista. El peronismo se articula sobre tres patas de poder: la fórmula (el presidente y el vicepresidente), los sindicatos y el partido. Lorenzo Miguel domina dos, y el clan de los suizos (Lúder y Bittel), una. Poco podrá hacer Lúder como presidente sin consultar antes con Miguel.
Alfonsín, en el balcón de la Casa Rosada, no podrá, sencillamente, hacer nada mientras la plaza de Mayo se la llene Miguel con el único, prepotente, y mafioso sindicalismo argentino. Dentro de unos meses se escribirá con detalle de lo que ahora sólo ha sido advertido alborozadamente por los nacionalsindicalistas españoles: el asalto al partido y su ocupación victoriosa por parte de una central sindical cansada de su papel de correa de transmisión. Para desgracia del pueblo argentino, tras el nacional-militarismo les aguarda indefectiblemente el nacionalsindicalismo.
Pero sea como fuere, los grandes problemas siguen en pie en toda su agresividad: la deuda externa de 40.000 millones de dólares que habrá que empezar por aclarar, por cuanto en gran parte es atribuible al latrocinio; la inflación que ha roto el cuello de la moralidad del país; las responsabilidades por el genocidio antisubversivo; la reconstrucción de la economía nacional y hasta de las ganas de trabajar y producir; el control de las bandas paramilitares, intactas, que aún dominan las calles; la restauración de una cúpula militar que modifique la mentalidad de las fuerzas armadas; la reorientación de una política exterior, anteriormente pronorteamericana y proeuropea, que quedó arrumbada tras la guerra de las Malvinas; la paz con el Reino Unido y la aceptación de una mediación papal desfavorable en el contencioso con Chile por el Beagle; la lenta y difícil creación de un sindicalismo fuerte, pero democrático...
Las perspectivas no pueden ser halagüeñas. Todos los problemas están exacerbados por el empobrecimiento y por la dislocación de la siempre moderadora clase media. Pero una lección esperanzada sí pueden ofrecer los argentinos: todos quieren llegar a las elecciones como sea, y sólo los bobos o los interesados prestarían de nuevo sus oídos a otra cena en que un grupo de militares se proponga de una vez por todas volver a reorganizar el país.
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