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Mahler y Guerra, al fin juntos

No fue el azar el que reunió, el martes por la noche en la plaza Porticada, a Gustav Mahler y Alfonso Guerra: fue la necesidad. Si esa interpretación de la Quinta sinfonía mahleriana no hubiese estado incluida en el programa del Festival Internacional de Santander, si la visita del vicepresidente a la Universidad Internacional Menéndez Pelayo no hubiera estado prevista, labor humana habría tenido que ser la de inventar la fatídica coincidencia. Y los aplausos, atronadores, que coronaron finalmente la labor de la Orquesta Sinfónica de la Radiotelevisión Soviética, resonaron en medio de la noche cántabra como las palabras del juez que acaba de casar a los protagonistas en las películas de amor: "Ahora ya pueden besarse".Porque, en efecto, aquello fueron las nupcias públicas, la confirmación oficial de un noviazgo largamente comentado, al menos por una de las dos partes. Hasta ahora, sabíamos que Alfonso Guerra y Gustav Mahler hacían manitas en privado. Desde esta noche histórica, la pareja por excelencia del culto y pragmático gabinete socialista será, ya para siempre, la que forman Alfonso Guerra y su músico favorito.

MARUJA TORRES, Santander

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Llegó el vicepresidente vestido de azul oscuro, como los novios, y un poquitín emocionado, o más bien impaciente, como los novios. Y se sentó en su palco acompañado por eminentes testigos: el tímido ministro de Educación y Ciencia, José María Maravall, y el vehemente presidente del Instituto de Cooperación Iberoamericano, Luis Yáñez, conscientes ambos, también, de la importancia del momento.

La primera parte de la velada, dedicada al Concierto número 2 de Rachmaninov, con Alicia de Larrocha como solista, fue algo así como el tiempo que precede al instante en que la novia empieza a descender por las escaleras de su casa mientras su futuro esposo y los invitados aguardan en el vestíbulo con el alma en vilo. En el entreacto, esta cronista, que se sentía como Elsa Maxwell en los esponsales de Elizabeth Taylor con el heredero de la cadena Hilton, esta cronista, decía, se acercó al vicepresidente. Con el debido respeto, claro. Y Alfonso Guerra, con sevillana sencillez, me preguntó: "¿Has traído la cucharilla?". Pensé por un momento que era piara el agua bendita. Pero don Alfonso tuvo la bondad de aclararme: "Para recogerme, mujer. Todo el mundo sabe que cuando escucho el adagietto me derrito".

Luego charlamos de banalidades, imagino que para entretener la espera. Alfonso Guerra minimizó la importancia de la desaparición y posterior recuperación del pianista soviético que se había ido de picos pardos en plena gira, comentó su última lectura -una biografia de Visconti con la que no está pleriamente de acuerdo- y no nombró a Machado, mientras sus más fieles y -supongo- melómanos policías de escolta sonreían como si estuvieran en una galería de arte, o un templo, y ofrecían delicadamente fuego -para fumar, naturalmente- a las señoras.

Y luego sonó Mahler. Sonó, sonó, sonó hasta dejar en trance a todos los asistentes, empezando por el novio, y hay que decir, por ello, que la novia estuvo realmente maravillosa, como suele ocurrir en estos casos.

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