Solchaga y la empresa pública
LA INTERVENCIÓN del ministro de Industria y Energía en la reunión celebrada en el INI con los presidentes de las empresas públicas españolas, ha hecho infinitamente más por afianzar la credibilidad del Gobierno socialista que el cúmulo de apologías que suelen derrochar los administradores de la política informativa del Ejecutivo. Solchaga ha sustituido la retórica de las grandes palabras por el lenguaje de las cifras. El término dimisión, que suscita en algunos cuadros de la Administración socialista el mismo horror -y los mismos amagos de ofrecerla con la boca pequeña- que provocaba en los servidores del anterior régimen, fue utilizado por el ministro de Industria y Energía para anunciar su propósito de abandonar la cartera ministerial en el caso de que el plan de reconversión de la siderurgia integral no fuera aprobado. Solchaga invitó amablemente a los responsables de las empresas públicas a emprender ese misma camino si su labor no resulta satisfactoria.La circunstancia de que el balance provisional del INI arroje durante el primer semestre una pérdida de 87.000 millones de pesetas, que tendrán que ser sufragadas con los impuestos de los contribuyentes, explica la dureza de las palabras de Carlos Solchaga. Los socialistas suelen ser criticados por esgrimir con excesiva frecuencia el peso muerto de la herencia recibida como factor explicativo de las dificultades de la gestión del nuevo Gobierno. Ahora bien, resulta necesario recordar que, a diferencia de los países desarrollados con larga tradición democrática, el crecimiento del sector público en España se realizó bajo el régimen anterior. De esta forma, las empresas del INI y entes paraestatales, como Televisión Española o la agencia Efe, nacieron, crecieron y llegaron a una temprana senectud con los vicios propios de un sistema cerrado de poder, que establecía como criterios prioritarios de selección del personal directivo e intermedio -salvadas las inevitables excepciones de rigor- el clientelismo político, la sumisión a la autoridad o el simple amiguismo, y como pautas de gestión, el despilfarro y la impavidez ante los números rojos de los balances. Frente a los grupos de izquierda que exigen una ampliación inmediata del ámbito de la empresa pública, el sentido común y un mínimo conocimiento de la reciente historia española parecen aconsejar, como paso previo, el saneamiento de un sector que creció como planta de estufa en el invernadero del derroche, la irracionalidad económica, el nepotismo, la falta de control y la despreocupación por la competitividad. Hasta que la modernización y la moralización de esas compañías no limpien sus pecados de origen, sería insensato ensanchar el campo de acción del sector estatal. Como ha indicado el ministro de Industria, la empresa pública es "una de las asignaturas pendientes que el país tiene que resolver o aprobar". Tarea, por lo demás, "especialmente importante para un Gobierno socialista, que cree en la posibilidad de un sector público eficaz y competitivo, que, además, puede ser un instrumento para luchar contra la crisis".
Carlos Solchaga, tras examinar el elevado e injustificable volumen de pérdidas de la empresa pública, resaltó "la urgente y perentoria necesidad" de cambiar la trayectoria del INI. El ministro no se limitó a hacer enunciados de carácter general sobre la catastrófica situación de la empresa pública española, sino que expuso con detalle las deplorables cuentas de resultados de compañías concretas. No siempre la crítica situación de esas empresas se explica por su instalación en sectores en crisis, tales como la siderurgia o la construcción naval. Sucede, así, que las empresas estatales también pierden abundante dinero en ámbitos (como la industria alimentaria o los automóviles) donde la iniciativa privada consigue beneficios. Dado que la demagogia no es monopolio ni de la derecha ni de la izquierda, el saneamiento del sector público, que exige situar las remuneraciones salariales de esas empresas en el nivel promedio de sus competidoras privadas, tropezará con la enemiga de los intereses corporativistas, agrupados en sindicatos de elite o en centrales de izquierda. Ahora bien, como ha señalado el ministro de Industria, cada millón de pesetas dedicado a financiar las pérdidas de las empresas estatales es hurtado a la cobertura de dos parados. Los trabajadores de esas compañías privilegiadas, gestionadas hasta ahora ,sin temor a la quiebra, en la seguridad de que sus ineficiencias o despilfarros serían cubiertos a la postre por el dinero de los contribuyentes, tienen perfecto derecho a defender su envidiable posición, pero carecen de autoridad moral para protestar contra el crecimiento del desempleo o para realizar exhibiciones retóricas de solidaridad con esos parados a quienes expulsan de la actividad productiva, entre otras cosas, un mercado laboral rígido y enrarecido.
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